Un código de conducta para masones del XIX
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En El Menorquín: órgano republicano de la Isla de Menorca, se insertaron muchos artículos sobre la masonería durante el Sexenio Democrático y en clara visión positiva hacia la misma frente a los periódicos religiosos de la propia isla. El historiador Juan José Morales Ruiz estudió este periódico en su día y la importancia que tendría como fuente para estudiar la masonería menorquina. Fue un periódico republicano, anticlerical y claramente un diario masónico.
En esta pieza rescatamos un documento, muy propio de la masonería decimonónica, y que no es otro que un código de conducta para masones. En este caso, al parecer, había sido traducido del francés, y era publicado en el periódico por un masón con la inicial F, y los tres puntos correspondientes.
Rescatar este tipo de materiales tiene interés, a nuestro entender, porque permite aportar información sobre visiones a favor de la masonería frente al discurso antimasónico que ha imperado en la historia contemporánea española y que terminó por calar en el imaginario colectivo, especialmente, gracias a la Iglesia y al franquismo. No se trata de hacer apología alguna, sino de ofrecer alternativas para enriquecer nuestro conocimiento, en una cuestión que todavía plantea muchos prejuicios bien arraigados.
El Código tiene treinta y tres máximas.
En primer lugar, había que amarse los unos a los otros, un deseo compartido por la propia tradición cristiana. Después se afirmaba que la masonería era la “causa de la humanidad” y por ello los masones debían trabajar por ella. De ese modo, y con un claro lenguaje poético, los masones conseguirían ceñirse en sus frentes con laurales “que no podrán marchitarse nunca”. En un código masónico no podía dejar de haber una definición de masonería. Sería una asociación de hombres reunidos con el objeto de hacerse útiles los unos a los otros, es decir, se adopta una definición de tipo solidario entre los masones, porque, además, se insiste en que deben prestarse apoyo mutuo. Que se opte por una definición así y no por otras más generales puede interpretarse por la naturaleza del documento en sí, un código para la buena conducta de todo masón. En ese sentido, en el punto cuarto se insistía en que, independientemente, del rito que se practicase un masón era hermano de todos los masones del mundo. El Código masónico insistía mucho en esto, en no hacer daño, en hacer el bien y en considerar que era perjurio un “socorro rehusado” a un hermano. En otro punto se insistía en el respeto y amor hacia los semejantes y a los hermanos como a a uno mismo, porque eran iguales, y “criados a imagen de la Divinidad”.
El punto quinto sería más complejo porque no todos los masones ni todas las masonerías consideran que hay que adorar al Gran Arquitecto del Universo. Pero también es cierto que en otro punto se explicaba que el verdadero culto al Gran Arquitecto del Universo consistía en practicar buenas costumbres. En todo caso, la cuestión se complica cuando más adelante se afirma que había que hacer bien por el amor del bien mismo, pero, además, un masón debía conservar su alma en estado puro para comparecer dignamente delante del Gran Arquitecto del Universo que es asimilado a Dios. Insistimos en que esto nunca fue unánime, y en la propia masonería sa de la que, al parecer, proviene este texto traducido al castellano, en el siglo XIX tuvo lugar un proceso claramente contrario a asimilar al Gran Arquitecto del Universo a Dios y, por lo tanto, sin culto hacia el mismo.
Los masones debían dejar hablar a los demás, apreciar a los “buenos”, compadecer a los “débiles”, huir de los “malos” y, una vez más, no hacer daño a nadie. La forma de hablar de un masón también tenía su importancia. A los poderosos había que hablarles discretamente, de forma prudente con los iguales, sinceramente con los amigos, dulcemente con los niños y tiernamente con los pobres. En este sentido, además, había que ser “padre” de éstos, hermano de los extraños, amigo de los indigentes y un “salvador para los vencidos”.
Los masones tendrían que escuchar siempre la voz de su conciencia, hacer todo lo que debía o lo que se podía. No se debería adular a un hermano porque eso era considerado como una traición. Del mismo modo, si un hermano adulaba se podía temer que intentara corromperle.
Habría que evitar las querellas, precaver los insultos, y poner siempre la razón de la parte de uno.
Las mujeres debían ser respetadas, y no se debía abusar de sus “debilidades”, en una consideración, ciertamente, paternalista. Del mismo modo era preferible morir antes de deshonrar a una mujer.
Los masones debían siempre leer, estudiar, trabajar, reflexionar. Estos son aspectos que la masonería ha destacado perennemente, el amor al trabajo. Un masón tendría que contentarse con todo, “por todo y con todo”. Los masones debían regocijarse con la justicia, enojarse con la iniquidad y sufrir sin quejarse, en una suerte de estoicismo.
Si uno tenía hijos había que agradecérselo al Gran Arquitecto del Universo. El padre debe intentar que hasta los diez años el hijo le temiese, hasta los veinticinco, le amase y hasta la muerte le respetase. Pero, además, hasta los diez había que se maestro, durante veinte, padre y hasta la muerte un amigo. A los hijos había que darles mejores principios que buenos modales. Un padre debía enseñar al hijo a ser recto, y era preferible formar a hombres buenos que a sabios.
Los masones debían conducir a la virtud a los hermanos que se separasen de la misma, además de ser sostén de los que vacilaban, y debían levantar al caído. Los masones no debían juzgar ligeramente las acciones de los hombres, es decir, no debían condenar nunca ni alabar tampoco, como hemos expresado anteriormente. Los masones no podrían ser indiferentes al sufrimiento, y en las ayudas nadie debería reconocer la mano de los mismos.
Hemos trabajado con el número del periódico citado más arriba, del 4 de noviembre de 1869.
Por otro lado, es imprescindible la lectura del trabajo de Juan José Morales Ruiz, “El Menorquín y la Logia Mahonesa de “Los Amigos de la Humanidad”, en José Antonio Ferrer Benimeli, (cord.), Masonería, política y sociedad. Volumen 1, 1989, págs. 323-340.