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Javier Moreno Luzón y su monumental biografía política de Alfonso XIII

Javier Moreno Luzón
El libro de Moreno Luzón viene a aclarar esa encrucijada interpretativa dando “una visión amplia de lo político que incluya también el ritual y no se olvide del contexto”.

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Ya he escrito antes, si bien brevemente, sobre El rey patriota. Alfonso XIII y la nación, un libro del historiador español Javier Moreno Luzón, y me refería a él como uno de los tres que bien podrían servir por sí solos para explicar la Historia contemporánea de España (los otros dos son La construcción del Estado en España. Una historia del siglo XIX, de Juan Pro, aparecido en 2019; y Transición. Historia de una política española (1937-2017), dos años anterior). 

Esa sobresaliente biografía política del rey español Alfonso XIII fue publicada en 2023 y un año más tarde mereció el Premio Nacional de Historia. 

Es ya imposible comprender los tres primeros siglos de los españoles sin acudir a este libro de Javier Moreno Luzón. Imposible e imperdonable.

Se puede decir que la figura de Alfonso XIII había sido vista desde dos puntos de vista, digamos desde dos “familias interpretativas”, una encomiástica y otra crítica, que compartían no obstante acuerdos esenciales: “don Alfonso reinó en una época clave para la historia contemporánea de España y, erigido en una de las personalidades más influyentes de su tiempo y de todo el siglo XX, quiso llevar a cabo una política propia y no se conformó con funciones que creía decorativas, las de un mero emblema nacional ubicado por encima de las trifulcas políticas”, fue “lo opuesto a aquellos monarcas de la Europa occidental que, en esos mismos años, aceptaron roles más bien simbólicos dentro de sus respectivos regímenes parlamentarios, del Reino Unido a los países escandinavos pasando por el Benelux”.

Por su parte, los historiadores han buscado durante décadas cuál fue el papel de Alfonso XIII en la evolución política española, “en su transición fallida del liberalismo a la democracia”, entendiéndolo “como un hombre poderoso que provocó la fragmentación de los partidos gubernamentales y contribuyó así a deteriorar el sistema bipartidista que cimentaba el acuerdo constitucional, siempre partidario de los militares en sus querellas con el poder civil; o como una figura sobresaliente pero arrastrada por la situación, casi una víctima del entramado político, que trató de mediar entre corporaciones y grupos e hizo lo único que cabía hacer en cada coyuntura. El rey fuerte o el rey débil”.

El libro de Moreno Luzón viene a aclarar esa encrucijada interpretativa dando “una visión amplia de lo político que incluya también el ritual y no se olvide del contexto”.

Alfonso XIII reinó en España, con mayoría de edad, acabada ya la regencia de su madre, entre 1902 y 1931. Uno de los rasgos definitorios de su actividad política fue que “una vocación cultivada desde la infancia” acabó por unirse a “hondas convicciones acerca de la centralidad de los militares en el resurgir de España”. Mostró siempre un claro “empeño por ejercer sin trabas sus competencias como jefe constitucional en ese ámbito”, en el militar. Puede que su principal creencia política fuera que “los tronos necesitaban cimentarse en el poder militar”. No es de extrañar que llegara a “crearse una especie de coto privado en el ejército de África, donde diseñaba operaciones, rompía la cadena de mando y colocaba enviados y favoritos”.

Los principales elementos de la mentalidad política alfonsina: la corona, la patria y el ejército, o la corona al servicio de una patria que miraba con los ojos del ejército”.

Moreno Luzón asegura que, todavía en el año 1913, el halo de salvador de España de Alfonso XIII “no resultaba incompatible, sino todo lo contrario, con el de rey demócrata”. Un año después, acabó aceptando la neutralidad, aconsejado por sus principales asesores, aunque él pretendía involucrar a España en la Primera Guerra Mundial del lado británico y francés. Entonces, tanto él como sus gobiernos se entregaron a la llamada neutralidad activa, es decir, aquellas “f unciones que se permitían ejercer a los neutrales, abordadas con especial ahínco para convertir a España en el primero de todos ellos y dotarla de un perfil relevante en la contienda y en su posible final negociado”.

“La actividad más conocida de Alfonso XIII durante la guerra fue la humanitaria, que le permitió presentarse y ser percibido como le prince de la pitié, un angel of mercy en mitad de una Europa arrasada por las armas”.

Sin embargo, aquellas ambiciones políticas de Gran Mediador (las mayúsculas son mías) “se vieron por completo frustradas” y en 1918, acabada la Gran Guerra, España no había obtenido papel alguno en las negociaciones de paz.

Pero lo que ocurría mientras tanto en España, especialmente en 1917, es que hasta el trono se vio amenazado debido a la convulsión social y política interna. Alfonso XIII había pasado de pretendiente a la grandeza arbitral internacional a luchar para evitar una revolución en su reino. En aquella coyuntura de revuelta catalanista, parlamentaria y obrerista e incluso militar, el noveno de los monarcas españoles de la Casa de Borbón se llegó a plantear incluso abdicar.

Entonces, aquel proceso social y político perturbador del año 1917 puso fin al turnismo entre liberales y conservadores, monárquicos siempre, y con ello ya acabó por imponerse la influencia regia en la política española, de manera que “el monarca se erigió en dueño de la escena”.

“Ante el peligro que avanzaba desde la no tan lejana Rusia, España vivió un repliegue reaccionario”.

La popularidad de Alfonso XIII había salido de aquella crisis del año 17, si no fortalecida, al menos intacta, y seguía siendo algo innegable en el panorama político español.

“Quería representar el papel de hombre activo y de nervios bien templados, el deportista incansable y el militar valiente que afrontaba sin pestañear el peligro de los atentados, que se relacionaba con lo más prestigioso de la sociedad global pero no perdía su toque castizo y un patriotismo a prueba de bomba. Moderno pero español. En su masculinidad hubo algún atisbo burgués, cuando la propaganda quiso subrayar su dedicación responsable al trabajo y a la familia, pero en ella predominaban los valores nobiliarios ligados a una vida excepcional y al estereotipo del don Juan. Un rol heredado de su padre, que encajaba a la perfección con los sobreentendidos acerca de la españolidad: el galán moreno, encantador y romántico, libre y dominante. Como pusieron de manifiesto sus andanzas deportivas, don Alfonso no era un mero español, sino más bien –y con las actualizaciones precisas– un aristócrata español”.

Eso sí, al tiempo “había echado a andar una fama de corrupto que no hizo sino crecer durante el resto del reinado”.

Las guerras de Marruecos, aquel proceso peculiar de colonización española de parte del norte africano, vinieron a ensombrecer la situación del país, especialmente con el llamado desastre de Annual de 1921y la consiguiente petición de responsabilidades parlamentarias que dieron en enfangar la propia figura del mismísimo monarca. Aquella mancha, la de Annual, no sentenciaba el régimen constitucional, pero fue difícil de limpiar. Mucho.

Alfonso XIII seguía considerando que el progreso llegaría a España gracias a la hegemonía de la Iglesia católica, a la unidad del Ejército y al arracimarse de los españoles en torno a un monarca que sabía escuchar sus deseos. Mientras, en aquellos primeros años de la década de 1920, la idea de dictadura se hacía cada vez más presente, aunque solamente fuera con carácter temporal. La evolución reaccionaria del rey, su entorno y la de su Ejército acariciaba cada vez más aquel sistema político. El propio Alfonso XIII planteó ya a los suyos más cercanos la posibilidad de gobernar él solo, sin intermediarios. Su nacionalismo contrarrevolucionario antiparlamentario se acentuaba. Su predisposición a aceptar un pronunciamiento bajo la unidad militar coincidió con el de Miguel Primo de Rivera de septiembre de 1923.

Alfonso XIII aceptó el pronunciamiento y entregó el poder ejecutivo al general Primo de Rivera, pero quiso librarse de las sospechas de complicidad y lo que hizo fue “presentar su decisión como una especie de deber, ineludible dadas las circunstancias”. En realidad, lo que ocurrió fue que…

“Resultó decisivo en el triunfo del golpe. Compartía las ideas y actitudes que lo justificaban –nacionalistas, contrarrevolucionarias, pretorianas, antiliberales– y a ellas sumaba la fe en su propia misión, como soldado y salvador de España. Conocía al menos las líneas generales de la trama, pero eso no fue lo más relevante. A la hora de la verdad, abandonó a su Gobierno: difirió las medidas disciplinarias y no hizo uso de su autoridad sobre el ejército, que casi nadie discutía, para atajar la rebelión. Consciente de la trascendencia de los acontecimientos, todo un ataque al régimen constitucional que había jurado preservar, se empeñó en mantener los aspectos legales. Pero esa relativa normalidad se evaporó cuando violó no sólo el espíritu de la Constitución, sino también su letra. El artículo 32 imponía al rey la obligación de convocar y reunir las Cortes tres meses después de disolverlas, lo que garantizaba la cosoberanía”.

El rey defendería desde entonces que el autoritarismo de la dictadura de Primo de Rivera fue un “remedio necesario frente a la incapacidad liberal para preservar el orden”. Sería así “el polémico consentidor de la dictadura”. Lo que se escenificó a partir de 1923, y a lo que quedó ya atado el reinado alfonsino, fue lo de las dos Españas¸ una de las cuales, “la de los españoles que no se reconocían en aquel conglomerado nacionalista, católico, monárquico y autoritario”, quedaba fuera por completo de la realidad institucional, fuera de la única España real.

         “En pleno siglo XX, se recreaba una atmósfera de Antiguo Régimen”.

Cuando Primo de Rivera dimitió, agotada su dictadura por las múltiples oposiciones a la misma incluso militares, en enero de 1930, lo hacía renegando de Alfonso XIII: “De un día para otro, el monarca se vio con el timón en las manos, sin nadie que le estorbase; pero ¿qué hacer con ese poder?” Se intentó hacer borrón y cuenta nueva, de manera que el régimen alfonsino se limitó “a salir del paso”. Sin éxito. La oposición a la figura regia, a la monarquía, era descomunal. El segundo gobierno alfonsino tras la dictadura “abrió un plan escalonado de citas electorales: primero las municipales, luego las provinciales y por último las generales”. Las municipales tuvieron lugar el 12 de abril de 1931

Y se convirtieron en una suerte de plebiscito entre monarquía y república, “aceptado por casi todos y detonante de una extrema tensión movilizadora”. En aquellos primeros meses del año 31, “la corona se presentaba como una fortaleza contrarrevolucionaria, una línea argumental que había seguido desde 1917 y que ahora era difícil de trocar por mensajes integradores”.

Aquellos comicios supusieron el triunfo de las candidaturas republicanas (donde se incluían además los socialistas y nacionalistas catalanes y gallegos), que ganaron en 45 de las 52 capitales de provincia y en casi todas las demás ciudades más pobladas. “Hasta en el distrito de palacio de Madrid, donde vivían muchos servidores de la corona. Fue un golpe psicológico definitivo, pues casi nadie lo esperaba”. La monarquía había perdido allí donde los votos no solamente eran más abundantes sino también más auténticos, menos manchados por las prácticas caciquiles. “Era el final”.

Alfonso XIII decidió irse del país, si bien pensando en que ello sería algo temporal. Era el 14 de abril de 1931. Se había proclamado la Segunda República española.

“En su mensaje de adiós, el rey patriota confesaba que había perdido el amor de su pueblo y lanzó una justificación dramática: se iba, hasta que los españoles decidiesen otra cosa, para no provocar una guerra civil”.

En aquel comunicado quiso todavía convencer al país de que tal vez hubiera errado pero “nadie podría discutirle su pasión por España”. 

El libro de Moreno Luzón se va cerrando con los estertores de la figura pública de Alfonso XIII, pero antes vuelve a mostrar su altura historiográfica explicando cómo España había llegado hasta aquel día de abril de 1931.

Los cambios socioeconómicos que habían propiciado la proclamación republicana, esto es, “el desarrollo de la población urbana, de las clases medias y obreras que adoptaron posturas antidinásticas”, era algo que “venía de lejos”:

“La dictadura había echado en brazos de la república a quienes aspiraban a instaurar un sistema democrático, siquiera como paso previo al socialismo, y la dictablanda posterior no acertó con el camino hacia un régimen representativo. El castigo al desprestigiado rey debió motivar a muchos votantes. Pero la apoteosis de abril pilló desprevenida a la mayoría de los actores políticos y, en forma de muchedumbres echadas a la calle, marcó el desenlace: alentó al comité revolucionario a extremar sus exigencias y desinfló al mismo tiempo las tentaciones monárquicas de declarar el estado de guerra, esa militarización del orden público que don Alfonso aún esperaba, al parecer, cuando arribó a Cartagena”.

Las élites oligárquicas encabezadas por el rey destronado habían sido derrotadas en las urnas y en las calles por el patriotismo republicano (que decía defender al virtuoso pueblo ansioso de usar su soberanía de una forma auténtica).

Alfonso XIII, partidario de los rebeldes franquistas que finalmente se hicieron con el poder en España, murió en la Roma fascista el día 28 de febrero de 1941, poco antes de cumplir los 45 años. Ni el régimen autoritario personalista del general Francisco Franco le permitió regresar. 

La principal conclusión de El rey patriota. Alfonso XIII y la nación es la que sigue:

“Durante casi treinta años de reinado efectivo, Alfonso XIII enarboló el lenguaje de la nación para legitimar su papel político, crucial en el primer tercio del siglo XX: era un rey patriota, el primer español, siempre dispuesto a pelear por España. No renunciaba a las tradiciones dinásticas, pero las aderezaba con una personalidad arrolladora, de alguien empeñado en dejar huella. […]

Con el fin de abordar esa titánica tarea, abrazó varios proyectos que hacían de la corona no ya una parte esencial de la comunidad nacional, sino su principal motor. En la primera mitad del reinado se avino a respetar las reglas constitucionales, como poder cosoberano y moderador, y mantuvo un cierto equilibrio entre las versiones enfrentadas del españolismo, las liberales y progresistas, que idealizaban a un pueblo heroico, versus las conservadoras y confesionales, pendientes de la fe fundida con la nacionalidad. […]

Las transformaciones que trajo consigo la Gran Guerra, con la emergencia de amenazas subversivas y el derribo de tantos tronos, le condujeron a echarse en brazos de alternativas reaccionarias, de un autoritarismo católico y castrense que, tras la ruptura del orden constitucional, culminó en la dictadura militar. […] El rey regenerador se encerró en el rol del rey católico, la joven promesa se convirtió en el maduro consentidor de un régimen de excepción”.

Lo dicho, desde hace algún tiempo, desde su publicación, es ya imposible comprender los tres primeros siglos de los españoles sin acudir a este libro de Javier Moreno Luzón. Imposible e imperdonable.