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Carlos Valades | @carlosvalades

Miguel del Arco ha vuelto a los escenarios. El cierre del teatro Pavón, el confinamiento y la muerte de su padre, han hecho que el director se haya sumido en un período de duelo y reflexión. El resultado de este tiempo de aceptación y cambios ha sido “La patética”, una obra que se inspira libremente en la novela Morir de Arthur Schnitzler. La trama gira en torno a Pedro Berriel, un director de orquesta de 53 años que, enfrentando una enfermedad terminal, se obsesiona con grabar en Moscú la Sinfonía Nº 6 de Chaikovski, más conocida como La patética. La elección del compositor ruso no es casual, ya que como el director Pedro Berriel, comparten edad y orientación sexual.
Un montaje donde lo cómico encuentra espacio en la tragedia y que trata un tema tabú en nuestra acelerada sociedad: la muerte, a la que nos empeñamos en esconder debajo de la alfombra.
Bajo esta línea argumental, del Arco aborda cuestiones como la homosexualidad y la represión que ese colectivo sigue soportando, especialmente en países como Rusia donde en el año 2023 se señaló al movimiento LGTBIQ+ como una organización extremista. Mucho de autoficcional en este montaje, donde el propio director tuvo un conflicto interno similar al de Pedro Berriel en la obra. Del Arco renunció a dirigir personalmente la ópera Rigoletto en Tel Aviv el año pasado por el genocidio al que está siendo sometido el pueblo palestino.
La muerte, la necesidad de trascender, la futilidad de las redes sociales y la opinión ajena tejen el texto, aderezado por alguna interpretación musical que le da cierta ligereza y le resta solemnidad al montaje, bajando a tierra ese sitio por el que tarde o temprano todos vamos a pasar: nuestro fallecimiento.
Israel Elejalde, como el director de orquesta Pedro Berriel, se muestra tan solvente como siempre en toda su larga trayectoria teatral. Es el personaje con más cambios emocionales, sufriendo por su enfermedad, por su relación de pareja y por el hecho de no pasar a la historia como un director de orquesta al que las generaciones venideras recuerden. Tiene sus encontronazos con Francisco Reyes, en el papel de crítico teatral ávido de viralizar sus vídeos y directos en la redes sociales. Sin duda el personaje que más carcajadas levanta, por su texto y por su bis cómica. La parte onírica la lleva a cabo Jesús Noguero interpretando al fantasma de Chaikovski, al que solo Berriel puede ver. Muchas partes de su texto han sido extraídas de las cartas y diarios personales del gran compositor ruso. Juan Paños, que interpreta varios personajes, hace una irable transición del siniestro Putin hacia el estricto padre de Berriel, además de mostrarse como un polivalente cantante. Jimmy Castro, un habitual del Valle Inclán, nos descubre su parte más emocional interpretando a Jon, el marido de Pedro Berriel. Una espléndida Inma Cuevas interpreta cuatro personajes. Con la misma soltura nos regala su voz como soprano o riñe y acuna a Pedro Berriel cuando se mete en la piel de su madre. Completa el repertorio Manuel Pico, que encarna varios personajes, abre la función como un enojado músico, harto de escuchar móviles, alarmas y demás ruidos que distraen la atención de los que están sobre un escenario.
Mención especial merecen la escenografía de Paco Azorín y la iluminación de David Picazo que nos traslada al interior de una gigantesca cámara anecoica, espacio cuyas paredes están forradas para absorber el ruido.
En definitiva, un montaje donde lo cómico encuentra espacio en la tragedia y que trata un tema tabú en nuestra acelerada sociedad: la muerte, a la que nos empeñamos en esconder debajo de la alfombra. Así es la naturaleza humana. Quién no se haya reído en un tanatorio que tire la primera piedra.