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Analogías grotescas
Cualquiera, por poco sentido común que tenga, se preguntará qué correlación puede haber entre el Dictador y el Cid. Y ya no digamos el hecho de asociarlo con el escritor satírico llamado Samuel Langhorne Clemens (1835-1910), cuyo seudónimo fue Mark Twain -Marca dos-, con el genocida gallego. De estas comparaciones aberrantes va el siguiente artículo. Y la respuesta no puede ser otra que sostener que en ambos casos se trata de la misma afinidad recíproca que podamos hallar entre una berza y un sonajero.
Sociedad Mark Twain Society

Las dos analogías fueron responsabilidad de la Mark-Twain Society, fundada en 1923 según Wikipedia, por Cyril Clemens, primo tercero del escritor. Dicha sociedad, formada por quince personas, se constituyó como un grupo de debate social y literario. En una ocasión, envió una colección de libros a la Biblioteca del Congreso “con el fin de que se formara una colección de la Sociedad en la División de Libros Raros y Colecciones Especiales”. La colección abarcaba libros publicados entre finales del siglo XIX y finales de la década de 1950, incluyendo obras escritas en irlandés, francés, finlandés, español, sueco, italiano, alemán y checo.
Su lema era “tejer al mundo entero con lazos de paz cultural”, pero no parece que obtuviera muchos logros en dicho ámbito. Para muestras, la guerra civil española y la segunda guerra mundial.
Embajador de la paz
Comencemos diciendo que esa sociedad dirigida por este “oportunista” llamado Cyril Clemens ya había nombrado al dictador italiano Benito Mussolini como “presidente honorario de la Sociedad” en 1927, otorgándole además “una medalla de oro por sus logros como El Gran Educador”. Gesto que evidenciaba, más que la orientación literaria de la sociedad, su afinidad totalitaria con el fascismo, es decir, a los de la faja italiana, según su etimología.
Fue en 1939, cuando el dictador español fue elegido por dicha sociedad como “nuevo embajador de dicha paz y cultura”
Fue en 1939, cuando el dictador español fue elegido por dicha sociedad como “nuevo embajador de dicha paz y cultura”, que ya era una enormidad decirlo, después de los muertos que había dejado en las cunetas y en cuyo dato no parecía haber reparado dicha sociedad o, por el contrario, conocía demasiado bien a su asesino y consideraba que achicharrar rojos constituía un ingrediente esencial que formaba parte del concepto de esa “paz cultural” que pregonaba la Mark Twain Society.
Apenas “terminada” la guerra, la prensa publicaba con titulares espectaculares la siguiente noticia: “Franco, moderno Cid. Leyenda de una medalla que le envía una Agrupación literaria neoyorquina”.



Por estos periódicos sabemos que la escritora española Concha Espina fue la encargada de entregar al dictador dicha medalla. Y la verdad es que, si se la entregó o no, como tal noticia, no la he visto reflejada en la prensa fascista de la época.
Espina pertenecía a esta sociedad norteamericana y “en la que sólo podía haber un escritor por cada país culto y en la que la escritora santanderina “representaba a España” (Nueva Rioja y Diario de Palencia, 5.7.1939). Si fue ella quien tomó la iniciativa de que esa medalla se le concediera al Dictador cabe dentro de lo posible, debido a los postulados falangistas de la escritora, casada con Ramón de la Serna y Cueto y autora de El Metal de los muertos y Diario de una prisionera y que en varias ocasiones fue propuesta para el premio Nobel de Literatura.
Franco y Churchill “enmedallados”
Fue en 1943, cuando esta sociedad concedió a Churchill idéntica medalla que la de Mussolini y de Franco
Tuvieron que pasar cuatro años para volver a toparnos con la misma noticia que recordaba a Twain y a Franco. Como quiera que en ningún momento se describía cuál era la naturaleza y los tejemanejes de la sociedad de Cyril Clemens, la información quedaba rodeada de un aire de universalidad sublime, como si estuvieran diciendo al ignorante español: “¡Fijaos qué altura intelectual y cultural la de Franco que hasta una sociedad de EEUU, que lleva nada menos que el nombre Mark Twain Society le concede una medalla!”.

En efecto. Fue en 1943, cuando esta sociedad concedió a Churchill idéntica medalla que la de Mussolini y de Franco. Y los periódicos no desaprovecharon la ocasión para recordar la medalla que ya se había concedido al dictador español en 1939.
Se recordaba que “se trataba de un preciadísimo galardón escasamente otorgado” y que solamente tenían a él los elegidos por la gracia de la Mark-Twain Society, cuyos intereses no eran, ciertamente, muy espirituales y culturales, sino más bien crematísticos, al menos los de su director.
Se decía que, en el caso de Churchill, “la concesión ha sido hecha en virtud de las dotes intelectuales del señor Churchill”. En el caso del dictador español se afirmaba que lo recibió en 1939 como “restaurador de una antigua cultura”, sin especificar a qué cultura se refería. Pero, desde luego, seguro que no se trataba de la cultura latina ni griega, de la que el Dictador era un completo ignorante.
Encontrar parecidos entre el Cid Campeador y el “caimán de la Barranquilla” exige más que un esguince cerebral para buscarlos

Moderno Cid, pero no tanto
Se recordaba que “al dorso de la medalla fueron grabadas por la Mark Twain Society, las siguientes palabras: “Franco, modern Cid”.
La verdad es que encontrar parecidos entre el Cid Campeador y el “caimán de la Barranquilla” exige más que un esguince cerebral para buscarlos. Pero tal apropiación mítica trastocaba un tanto la visión ideológica que hasta entonces había despertado la figura del héroe castellano, pues Rodrigo Díaz de Vivar ya había sido reivindicado por Emilio Castelar, presidente de la I República a quien había presentado “al Cid como el símbolo de las virtudes españolas y personificación de nuestra nacionalidad, pues en él puso el pueblo todos sus pensamientos, siendo de esta suerte, tipo de nuestra raza y sol de nuestra gloria”. Apología racista y nacional que seguía la tradición liberal española. En la primera estrofa del Himno de Riego, redactada por Evaristo san Miguel, se cantaba: “Serenos , alegres, valientes y osados, cantemos, soldados, el himno a la lid. De nuestros acentos el orbe se ire y en nosotros miren los hijos del Cid”. Hijos del Cid y nietos y lo que hiciera falta.
No se olvide que Antonio Machado, ya en la II República, en un discurso del Congreso Internacional de Escritores celebrado en Valencia en 1937, dijo: “Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante”.
Más adelante proseguía el autor de Juan Mairena:
“No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del robledo de Corpes. No afirmaré yo tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle el respeto a la misma divinidad”.
“Cid Francisco Franco, el justo”
A la vista de que ya una tradición ideológica liberal venía desde hacía tiempo reivindicando la figura del héroe castellano como símbolo “democrático” y “luchador contra el sistema feudal” y en 1939, la Mark Twain Society protagonizó la ocurrencia de denominarlo “Moderno Cid y restaurador de una cultura antigua”, cabía preguntarse qué valores representaba este Moderno Cid que, a la vez, era adalid de una cultura antigua.

Por supuesto que dicha sociedad norteamericana se quedó ahí, sin hacer más comentarios. Serían los franquistas quienes intentaron demostrar que El Cid había sido franquista antes, incluso, de que se supiera su existencia, gracias al códice de Per Abat (Pedro abat). En este cometido, junto con el desaforado falangista Giménez Caballero, sería el golpista García Sanchiz quien más agudizó su ingenio para defender esa correspondencia entre el dictador y Mío Cid (Mi Señor).
En ese mismo año de 1943, publicaría un libro donde reivindicaba la figura del Cid como si se tratara del símbolo por excelencia de los sublevados contra la II República y, por supuesto, del espíritu que animaba al personaje del poema épico, enemigo de la “república negadora de la verdadera nacionalidad española”. A las tropas moras que acompañaron al ejército sublevado las definió como “la milicia mudéjar”. Y, por si fuera poco, recordaba que hasta El Cid había liderado a musulmanes en nombre de una “causa mayor”. En un revoltijo de mil demonios afirmaba:
“Mahometanos y cristianos se aliaron en diversas ocasiones, y en alguna, nada menos que bajo el caudillaje del Cid (...) si el Hijo del Trueno combatía a los árabes, a los bereberes y a los mestizos de entrambas castas, o sea a los moros, era porque ellos representaban la herejía, vinculada en la actualidad a los marxistas”.
Durante la “santa cruzada” el delirio cidiano por identificar a Franco con el héroe castellano llegaría a su grado más alto de imbecilidad, sin olvidar que ya las izquierdas de antaño habían caído en igual laxitud intelectual. Como diría el castizo: relato refero. Cuento como lo he leído.
El escritor Eduardo Marquina, quien dedicó varios poemas al Dictador, no se anduvo con muchos rodeos. Hablaría del “Cid Francisco Franco, el Justo” y del “Cid Francisco Franco, el Bueno”. Así lo rubricó en sus Romances de la laureada. Marquina, inspirador del fascista Pemán, fue quien, con motivo de las bodas de plata de Alfonso XIII, escribió una letra casi “silábica y descabezada” para el Himno de España.

Y no tardó el propio dictador en creerse la encarnación de El Cid. Entre el trastorno histriónico de su personalidad y el apoyo de su camarilla servil, no extraña, que finalmente, Franco padeciera el síndrome del Cid. La culminación expresiva de ese trastorno la puso de manifiesto al inaugurarse el Monumento al Cid que la ciudad de Burgos, en sus “fiestas cidianas”, le dedicó el 23 de julio de 1955. Y de las que la prensa dio exhaustiva información.

“El Cid es el espíritu de España”. Y, como si se hubiera pasado su vida en un convento de cistercienses, añadió: “Suele ser en la estrechez y no en la opulencia cuando surgen esas grandes figuras. Las riquezas envilecen y desnaturalizan, lo mismo a los hombres que los pueblos”. Seguro que sí. Lo que no le impidió amasar una fortuna de millones mientras fue “Caudillo por la gracia de Dios".

Según Reig Tapia, “lo hizo contrabandeando con tabaco y con el café que Getulio Vargas -político brasileño dos veces Presidente de la República de Brasil-, destinaba a la España hambreada. En 1940, tenía Franco un capital propio acumulado de 34 millones de pesetas, cantidad equivalente hoy a unos 388 millones de euros” (Véase Alberto Reig Tapia: “Francisco Franco: Un “Caudillismo” frustrado” (Revista de Política Comparada, nº 9. UIMP, 1982).
Notas finales
Cualquiera que haya sido lector de Mark Twain convendrá conmigo en que asociar su nombre con el del dictador solamente podrá caracterizar al ignorante que perpetre semejante analogía. Recuérdese, además, que su obra fue prohibida en las bibliotecas norteamericanas por el senador Joseph McCarthy, prohibición y posterior quema de libros que no serían protestadas ni por Faulkner ni por Hemingway, ambos premio Nobel.
En otro orden, extraña que Mark Twain no se levantara de su tumba y no le diera una buena tunda de correazos en las nalgas a su primo Cyril. De hecho, la hija del escritor, Clara Clemens, terminó por llevar a juicio a este “granuja”, por “extralimitarse” en la publicación de cartas y de materiales originales de su primo escritor -sin permiso de su heredera-, demostrando que, más que la paz, la cultura y la honra literaria de su primo Mark Twain, lo que le importaba eran los réditos económicos que podía ordeñar de los escritos del padre literario de Tom Sawyer… Que un tipo nada escrupuloso con la ética condecorara a Mussolini, a Franco y a Churchill entraba dentro de los parámetros mafiosos de Cyril y de su ambición monetaria.
Diez años más tarde, Churchill, en 1953, recibiría el premio Nobel de literatura, aunque él esperaba el de la Paz, ese que también quisieron para Franco en 1964 sus satélites clónicos. El estadista inglés, que sabía mejor que nadie que no era un literato al uso, se sorprendió del hecho y así lo hizo saber su mujer, quien lo reconoció de forma socarrona al leer el discurso de su marido ante la Academia sueca: “Me siento orgulloso, pero también, debo itir, pasmado por su decisión de incluirme. Espero estén en lo correcto. Siento que corremos un considerable riesgo y es que no lo merezco. Pero no tendré recelos si ustedes no tienen ninguno”. Pero nada sabemos, sin embargo, de lo que dijo, si es que dijo algo, cuando recibió la medalla de Mark Twain Society.
En cuanto al dictador, que se lo identificara como Cid Franco hasta resulta contradictorio sabiendo que las izquierdas republicanas ya lo habían “secuestrado” durante muchos años antes. Sólo por este detalle, los golpistas tendrían que haberse buscado otro héroe para identificarlo con su caudillo, es decir, y como decía el cardenal Segura, “su jefe de bandidos”.
En fin, si “miss islas Canarias 1936”, como así lo llamaron los conspiradores de Pamplona por no sumarse al golpe de forma inmediata -véase S. G. Payne, Los militares y la política en la España Contemporánea, Ruedo Ibérico, París, 1968-, guardaba algún parecido con el héroe castellano eso significaba sólo una cosa: que habían hecho una interpretación ideológica del héroe del Poema épico, no solo sectaria siguiendo los parámetros del nacionalcatolicismo.

Aviso para navegantes
Como quiera que el pretexto del reportaje se circunscribe a un tiempo pasado, estaría bien rematarlo con el relato -novela lo llamaba irónicamente su autor, Augusto Monterroso-, más breve del mundo, a saber, “cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Sería terrible que la sociedad se durmiera -nada difícil que suceda con la cantidad de anestesias ideológicas existentes que consume-, y, al volver a la realidad se topara con el mismo monstruo que consideraba que había expulsado definitivamente de sus vidas. Sustitúyase la palabra monstruo por la de fascismo, nazismo, franquismo o cualquier variación afín con dichos términos y quedará resuelta, al menos, una de las dimensiones metafóricas del relato.
Las mitologías “monstruosas” no nacen por generación espontánea. Se incuban porque la sociedad se comporta como sonámbula, desde el punto de vista ético y racional, como describió el novelista judío Hermann Broch en Los sonámbulos (1931-1932), refiriéndose a la Alemania que terminó por sucumbir bajo las garras del nazismo y de las que el propio autor se libró exilándose de su país gracias a la ayuda de Joyce.
¿Franco, moderno Cid Campeador? Por supuesto. Todo es cuestión de lo anestesiados que estemos ética y políticamente hablando
No seríamos la primera sociedad que se durmiera en el sentido monterrosiano, dejándose embaucar por este tipo de asociaciones mitológicas, cuanto más falsos más creíbles y que no son más que la encarnación de lo más deplorable de este mundo. ¿Franco, moderno Cid Campeador? Por supuesto. Todo es cuestión de lo anestesiados que estemos ética y políticamente hablando. Y de que, al despertar de esa anestesia, nos volvamos a sorprender con la presencia del monstruo ante nuestros ojos y que, contra todo parecer, pensábamos que lo habíamos vencido.
Estaría bien que nadie intentara hacer de los mitos literarios signos de una identidad nacional exclusiva y excluyente. Pues, si son mitos, son universales y no pertenecen a ningún bando, sino a la República Independiente de las Letras.