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No pasa un día sin que algún palestino muera en la guerra genocida de exterminio en Gaza y en Cisjodania. Pero no es un palestino quien muere a diario: son decenas, cientos… ya van más de 50 mil, probablemente más de 60 mil, sin contar a las personas desaparecidas bajo los escombros. Mujeres, niños, ancianos, hombres… Es el horror en directo.

El escritor argelino Yashmina Khadra (seudónimo de Mohamed Moulesseoul, ex comandante del ejército) habla en su novela El atentado de ese horror que desde hace demasiados años se vive en Gaza y en Cisjordania.
“Estamos en un mudo que se despedaza a sí mismo todos los días de Dios. Nos pasamos la noche recogiendo a nuestros muertos y la mañana enterrándolos. Nuestra patria es repetidamente violada, nuestros hijos desconocen la palabra colegio, nuestras hijas han dejado de soñar desde que sus príncipes encantados prefieren la Intifada, nuestras ciudades caen bajo las apisonadoras” (p.168)
No hay lugar para la esperanza. Hace mucho tiempo que los palestinos dejaron de creer en el futuro: los niños no juegan, corren cuando ven aparecer los tanques israelíes o se esconden al oír el ruido ensordecedor de los bombarderos…
“… en ese duelo no hay sito para suspiros ni para entretenimientos. Aquí sólo tienen voz y voto los cañones, los cinturones explosivos y los golpes bajos… Esto es un duelo sin piedad y sin reglas en el que las vacilaciones son fatales y los errores irreparables, en el que el fin genera sus propios miedos y la salvación está fuera de concurso, sobrepasada por el vértigo revanchista y las muertes espectaculares…” (p. 177)
… las mujeres han perdido toda esperanza en estudiar y prepararse para un trabajo digno…
“… por qué hemos tomado las armas, por qué los chavales se abalanzan sobre los tanques como si fueran bomboneras, por qué nuestros cementerios están repletos, por qué quiero morir empuñando un arma… (p. 231)
Yasmina Khadra cuenta en su novela la desesperanza de Amín Jaafarí, médico cirujano judío palestino cuya mujer se inmoló provocando la muerte de decenas de inocentes en un restaurante.
“… por qué tu esposa se voló con una bomba en un restaurante. No hay peor cataclismo que la humillación… le quita a uno las ganas de vivir. Y mientras llega el momento de entregar el alma, no piensa uno más que en morir con dignidad tras haber vivido miserable, ciego y desnudo.” (p. 231)
… los jóvenes sólo piensan en hacerse con una honda para lanzar piedras a los tanques del ejército enemigo (porque no tienen ningún ejército amigo que les defienda); han olvidado sus sueños y anhelos de un futuro en paz en el que puedan aprender un oficio, montar su pequeño negocio o estudiar una carrera universitaria que les permita realizarse en una profesión…
“… Todos los chicos, usen hondas o lanzagranadas, odian la guerra como el que más. A diario cae uno de ellos en la flor de la vida por un disparo enemigo. Ellos también quisieran gozar de una posición honrosa, ser cirujanos, ídolos musicales, actores de cine… (p. 190)”
“Se les niega ese sueño, se pretende aparcarlos en guetos hasta que se confundan con él. Por eso prefieren morir. Cuando se da calabazas a los sueños la muerte es la única salvación.” (p. 231-232)
Otras mujeres, jóvenes y hombres saben que su último destino es acabar como la mujer de Amín. Se preparan a conciencia para ello durante años hasta tal punto de no anhelar otro futuro que dar la vida por una causa. O ni siquiera eso: simplemente inmolarse para llevarse consigo a dos, tres o cuatro soldados israelíes en un puesto de guardia o una patrulla.
“Se fuma un cigarrillo como si fuera el último, habla de sí mismo como si hubiera dejado de ser y trasluce en su mirada la penumbra de las cámaras mortuorias. Adel ya no tiene nada que ver con la vida. Ha dado irremediablemente la espalda a un mañana al que se niega a sobrevivir como si temiera que lo decepcionara. Se ha adjudicado el estatuto que mejor cuadra con su perfil: el de mártir. Así quiere acabar, fundido con la causa que defiende. Las estelas ya tienen grabado su nombre, la memoria de los suyos ya está jalonada de sus hazañas. Nada le gusta más que el ruido de la metralla, nada lo enaltece más que estar en el punto de mira de un tirador emboscado. Si no tiene ningún cargo de conciencia… si la guerra es su única forma de autoestima, es porque está muerto por dentro y sólo necesita que lo entierren para que descanse en paz.” (p. 246)
¿Hay todavía algún lugar para la esperanza? No todos los palestinos son musulmanes, como tampoco todos los israelíes son judíos, pero, aunque unos y otros continuaran profesando sus religiones respectivas, queremos creer en alguna remota oportunidad de entendimiento.
“Todo judío de Palestina es un poco árabe y ningún árabe de Israel puede evitar ser un poco judío. Entonces, ¿por qué tanto odio en esta consanguinidad? Porque no hemos entendido las profecías ni las leyes elementales de la vida.” (p. 255)
Es difícil mantener un rayo de esperanza. El autor, cuya novela es anterior a este exterminio genocida, lo mantiene.
“La vida de un hombre vale más que un sacrificio, por elevado que éste sea. Porque la más grande, la más justa, la más noble causa en este mundo es el derecho a la vida.” (p. 259)
“Pueden quitarte todo, tus bien es, tus mejores años, todos tus méritos y alegrías, hasta la última camisa; pero siempre te quedarán los sueños para reinventar el mundo que te han confiscado”. (p. 270)
No sabemos si a las mujeres, a los jóvenes, a los niños palestinos les quedará algún sueño para reinventar otro mundo ajeno al que tenían.
En su novela posterior, Los virtuosos, nuestro autor expresa una duda. Duda cuyo protagonista, un joven aldeano al que el caíd o cacique de su provincia obliga a luchar en la I Guerra Mundial en nombre de su hijo enfermo bajo falsa promesa de grandes fortunas para él y su pobre familia, resuelve en la última etapa de su vida.
“Me encuentro bien, tan ligero como la respiración del bebé que se queda dormido mamando de su madre, tan confiado que no tengo más que alzar el brazo por encima de la cumbre suprema para alcanzar mi estrella de pastor”. (p. 473)
Ojalá los palestinos lleguen algún día a alcanzar ese estado de felicidad.