
Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna
La participación de Israel en Eurovisión 2025 en medio de una tragedia humanitaria de dimensiones históricas, no solo ha sido un error diplomático o una falta de sensibilidad institucional sino, por encima de todo, un acto obsceno. Y lo fue aún más al ver cómo se aplaudía, se reía y se festejaba su casi victoria como si los focos del escenario pudieran borrar los escombros que siguen cayendo fuera de cámara. No era solo una actuación más sino una imagen global cuidadosamente coreografiada para proyectar normalidad desde el epicentro mismo del horror.
¿De verdad el pop puede blanquear el horror? ¿Acaso la coreografía milimetrada, la canción pegadiza o la puesta en escena frenética alcanzan para suspender la conciencia colectiva? Hay algo profundamente perturbador en la desconexión entre el escenario de Eurovisión y el escenario real donde miles de vidas se están perdiendo, a menudo sin voz, sin voto, sin canción. No se trata de pedir que la cultura calle, sino de exigir que no se vuelva cómplice.
Israel obtuvo un segundo lugar que, más allá del resultado musical, encierra el mensaje político de una Europa que mira hacia otro lado cuando el espectáculo llama
Israel obtuvo un segundo lugar que, más allá del resultado musical, encierra el mensaje político involuntario —o quizás no tanto— de una Europa que mira hacia otro lado cuando el espectáculo llama. Un continente que, en otros contextos, ha sabido alzar la voz frente a la injusticia, pero que ahora prefiere el ritmo de la evasión a la incomodidad de la verdad. Mientras se exige a otros países condenas, renuncias y sanciones, a Israel se le concede el escenario más visto del continente para proyectar una imagen de fortaleza, sofisticación y simpatía. El problema no es solo que se permitiera su participación, sino que se la celebrara. Porque al hacerlo, se dio a entender que todo sigue igual, que no pasa nada, que se puede bailar sobre las ruinas sin mancharse de polvo.
Eurovisión, con su bandera de unidad, diversidad y paz, debería ser un espacio para la conciencia, no para la amnesia. De hecho, en otros momentos, se han adoptado posiciones claras. Rusia fue expulsada tras invadir Ucrania, y nadie dudó en señalar que la música no puede ir de la mano del militarismo y la ocupación. ¿Por qué ahora se ha hecho la vista gorda? ¿Por qué se decide que el sufrimiento de unos merece luto y el de otros puede ignorarse? La doble moral no solo duele: hiere la credibilidad de las instituciones culturales europeas, y pone en evidencia una jerarquización del dolor que dice más de nosotros que del conflicto en sí.
Lo que se vio en Malmö no fue un festival de música. Esta noche no ganó la música; perdió la ética
Lo que se vio en Malmö no fue un festival de música, sino un ejercicio de desconexión moral. Mientras las bombas seguían cayendo sobre Gaza, en el escenario se aplaudía a quien, directa o indirectamente, sostiene esa maquinaria de destrucción. Esa noche no ganó la música; perdió la ética.
A veces, cuando la empatía escasea y el sentido de humanidad se diluye entre aplausos huecos, llego a sentirme fuera de lugar en mi propia especie. Hay días en los que desearía poder renunciar a mi condición humana, sí al menos los animales —tan irracionalmente dignos— aceptaran recibirme en su manada. Porque mientras una parte del mundo canta, otra sigue llorando. Y hay silencios que, por más que se tapen con luces de neón, siguen gritando más fuerte que cualquier estribillo. La cultura, cuando se convierte en espectáculo vacío, puede ser también un arma de distracción masiva, y eso es precisamente lo que vimos mientras se retransmitía el festival: una forma de banalizar la tragedia, de cubrir con purpurina el sufrimiento de un pueblo, de premiar la impunidad con vítores y pantallas LED.
No, no se trata de odio ni de antisemitismo, como algunos pretenden reducir cualquier crítica a las políticas del Estado de Israel. Se trata de humanidad, de coherencia, de la necesidad de no ceder al cinismo ni a la indiferencia organizada. No todo vale. Y menos cuando lo que está en juego son vidas humanas.
Que nadie olvide que mientras sonaba la música, hubo quien no pudo dormir porque el cielo no dejaba de rugir.