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sábado. 24.05.2025

Viaje por una España cada vez más fea

Los cascos antiguos de ciudades como Ávila, Toledo, Segovia, Zamora, Córdoba, Teruel, Burgos, Girona, Madrid o Barcelona llevan años degradándose, expulsando a sus residentes fijos y sustituyéndolos por turistas o inquilinos interinos.

Burbuja_Inmobiliaria_Española_1997_-_2007._Obra_paralizada_en_Plaza_del_Padre_José_Rubinos,_A_Coruña,_España

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Una de las grandes esperanzas que albergamos muchos durante los primeros años de la transición a la democracia, fue la reconstrucción, la recuperación del paisaje urbano y natural. Nuestras ciudades habían sido bombardeadas sistemáticamente por un urbanismo a la carta que permitía a constructores y promotores levantar edificios allá donde les apeteciese. Es cierto que las leyes ya obligaban a elaborar ciertos planes urbanísticos, pero esos planes quedaban en agua de borrajas al llegar a la realidad, se construía donde se quería, se torcían calles cuantas veces fuese menester y se suprimían aceras, parques y áreas de servicio con la mayor naturalidad y protesta ninguna. Así, durante los años sesenta y setenta del pasado siglo España fue destruida, se derribaron palacios, monasterios, casas señoriales, edificios civiles de gran valor histórico y se dio rienda suelta a los especuladores próximos al régimen a los que no se pedía ni responsabilidad, ni planificación, ni siquiera unos mínimos estéticos. Fueron muchos los personajes que hicieron fortuna a costa de convertir un país pobre pero hermoso en un albañal urbanístico. Recordemos a José Banús, a Ferrovial, Dragados, Agroman, Construcciones y Contratas y cientos de constructores locales y provinciales que pusieron lo mejor de sí mismos en destruir ciudades hermosas y una de las costas más bellas del Mediterráneo.

El daño causado durante la dictadura fue inmenso, afectando a todo el país, pero más a aquellos lugares que fueron preferenciales para el desarrollismo turístico. Hacían falta viviendas, miles de ellas dada el enorme movimiento migratorio del campo a la ciudad. Se construyeron barrios enteros con infraviviendas en las afueras de las ciudades, se derribaron barrios antiguos en ciudades como Murcia, Soria, Málaga, Valladolid y tantas otras, despojándolas para siempre del contexto monumental que las caracterizaba; se dio carta de naturaleza a lo feo, a lo antiestético, al mal gusto en nombre de una supuesta patria que sólo consistía en el aumento exponencial de la riqueza de los especuladores. Difícil, muy difícil rehacer, restaurar, embellecer lo destruido, lo diezmado, pero no imposible. 

Los cascos antiguos de ciudades como Ávila, Toledo, Segovia, Zamora, Córdoba, Teruel, Burgos, Girona, Madrid o Barcelona llevan años degradándose

Durante los primeros años de democracia, sobre todo tras las primeras elecciones municipales, con muy pocos medios económicos, se reivindicaron espacios verdes, se quiso ordenar el caos heredado, se volvieron a plantar árboles en las aceras y en las plazas. Duró poco, salíamos de una crisis terrible, la del petróleo, y el paro acuciaba, atosigaba. Había que buscar la manera de salir de la crisis y, como en tantas ocasiones posteriores, la construcción fue una de las palancas más eficaces. Pese a que muchas ciudades y pueblos tenían ya sus planes de ordenación urbana, siempre cabía la posibilidad de saltárselo, de hacer la vista gorda o de no darse por aludido. Volvieron las calles estrechas con aceras de medio metro, volvió el predominio del hormigón sobre la tierra y, sobre todo, el urbanizador-promotor privado, un elemento que compraba o apalabraba un espacio urbano determinado y proponía al Ayuntamiento su urbanización a cambio de obra pública, mordidas o acuerdos extraordinarios que raramente salían a la luz. España cayó de nuevo en el franquismo constructivo, añadiendo ahora la explosión del alquiler turístico y la expulsión de los vecinos tradicionales de los barrios céntricos, lo que sin duda está provocando un daño difícilmente sanable en la mayoría de nuestras ciudades históricas y monumentales: Los cascos antiguos de ciudades como Ávila, Toledo, Segovia, Zamora, Córdoba, Teruel, Burgos, Girona, Madrid o Barcelona llevan años degradándose, expulsando a sus residentes fijos y sustituyéndolos por turistas o inquilinos interinos, lo que está produciendo el cierre del comercio tradicional y su sustitución por otro de franquicias que despersonaliza las ciudades y mata la vida comunitaria. 

En un momento en el que miles de personas, sobre todo jóvenes, no encuentran vivienda, la política urbanística de comunidades autónomas y ayuntamientos consiente y promueve que lo mejor de nuestras ciudades, que las casas viejas que son nuestra historia, que atraen al visitante, que muestran al mundo lo que somos, se estén derrumbando por barrios enteros, que los cascos viejos sólo sean lugar de visita pasajera y de residencia para inmigrantes, viejos y pobres que ven como día tras día todo se deteriora a su alrededor. Y todo eso a sabiendas de que no hay casco viejo ni patrimonio monumental sostenible si la ciudad no se ama, se habita, se disfruta por quienes viven en ella. Entre tanto, se abren nuevas zonas de desarrollo urbano ocupando huertas, montes y zonas boscosas, unas, las menos bien construidas con grandes avenidas y zonas bien arboladas, intocables para la mayoría; otras, da igual que hablemos de La Moraleja que de Villa Lagarto -zona “residencial” de mi pueblo hecha sin orden ni concierto, como a cada cual le dio la gana-, siguiendo unos patrones tan absurdos como horrorosos: Calles largas, a veces caminos, con aceras diminutas, con alambradas o muros que te impiden ver el exterior, dentro de la más genuina estética vanguardista derivada del bunker. Ni siquiera en esas zonas habitadas por personas de alto poder adquisitivo han sido capaces de crear espacios comunes racionales y bellos, incluso ahí, en esas urbanizaciones, desprecian lo común y sólo les interesa lo que hay dentro de su muro, puertas adentro. El resultado no puede ser más espantoso: Un país feo, muy feo, con lo mejor de él, sus ciudades históricas, sus centros monumentales, abandonados, entregados al poder destructivo del turismo depredador de fondos buitre y franquicias. Entre tanto, en una de mis frecuentes pesadillas, recuerdo el horrible cerramiento de la plaza de Santa Teresa de Ávila que firmó uno de nuestros grandes arquitectos: Rafael Moneo, porque ayuntamientos y comunidades no han parado de financiar y construir auditorios, pabellones, edificios istrativos con dinero de todos, tan feos, tan difícil de digerir, tan agresivos con su entorno que lo mejor que se podría hacer con ellos, de forma ejemplarizante, sería entregarlos a la mano justa y purificadora de la piqueta.

Viaje por una España cada vez más fea