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miércoles. 28.05.2025

La inagotable fábrica de odio

Convertir el debate político en una pocilga es la estrategia elegida por la derecha hispana para llegar al poder desde que Aznar se hizo con la jefatura.
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La persona que preside la Comunidad de Madrid asiste a un debate parlamentario desde la tribuna de invitados del Congreso. Mientras habla el Presidente del Gobierno, con su habitual naturalidad, dice: ¡Hijo de puta! Habría bastado para expulsarla definitivamente de la vida política española, pero si no salió de ella después de impedir que los ancianos de los asilos fuesen atendidos en hospitales durante la pandemia, sino que amenazas. ¿Se puede vivir así? ¿Es esto lo que entienden por política? Voy a un entierro, me encuentro a un viejo amigo más joven que yo. Gana poco más del salario mínimo en una dependencia municipal. Me habla del ambiente irrespirable, de los vascos y los catalanes, del gobierno de impresentables, de España. Habla con odio. Me callo y me voy.

El otrora ministro Ábalos no dimite porque dice que de hacerlo pasaría a la historia como un corrupto. No lo entiendo, primero porque dudo que pase a la historia, segundo porque dimitir no implica absolutamente nada, sólo un ejercicio de responsabilidad política ya que uno de los principales implicados en un caso flagrante de corrupción fue nombrado asesor de confianza por su persona. Lo lógico es dimitir y, llegado el caso, defenderse con los mejores instrumentos de que pueda disponer. Prefiere dejar su partido, subir al gallinero y esperar acontecimientos. Parece que le cuesta entender en qué consiste la ética democrática, dimitir es un verbo esencial en ella. Escucho a Jordi Turull, sí aquel personaje que testificó contra los “indignados” del 15-M acusándolos de haber orquestado un golpe de estado y de desarrollar todo tipo de violencias contra los encorbatados, me cuesta trabajo escuchar tanto fanatismo, tanta irracionalidad de la boca de un señor que lleva medrando en la política nacionalista catalana desde 1983 en que entró en las Juventudes de Convergencia. Cuarenta años y no ha aprendido ni a callarse cuando no tiene nada que decir o sólo estupideces de niño repelente. Repite una y otra vez que volvería a hacer lo de 2017, como si fuese un enviado del altísimo, como si el devenir de la historia fuese algo inmutable que ha de suceder inexorablemente, de su mano. No hay sangre en sus venas, no hay ventanas abiertas, todo huele a cerrado, a naftalina, a desván con telarañas, a podrido. No es que no se pueda esperar nada de personas como él, tan oscuras, tan grises, tan tristes, tan tediosas, es que no se debe.

Decía Noam Chomsky que “hay una buena razón por la que nadie estudia historia, simplemente porque enseña demasiado”. La Historia es quizá la disciplina más vapuleada por los distintos sistemas educativos de España. Ni el número de horas que se le dedica ni los contenidos van encaminados a enseñar adecuadamente el pasado a los adolescentes y jóvenes. Es lo que antes se llamaba una “maría”, algo sin importancia que se aprueba con un par de horas en el peor de los casos. Sin embargo, como dice Chomsky es una materia fundamental para conocer nuestro pasado y nuestro presente. Ni Ayuso, ni Rodríguez, ni Feijóo, ni Ábalos ni Turull han prestado la más mínima atención a esa parte fundamental del conocimiento que, entre otras cosas, exige un respeto absoluto por la verdad y un amor sincero hacia el país y quienes lo habitan. La mentira es incompatible con el conocimiento histórico, el desconocimiento histórico y su manipulación están en la raíz de la generación de odio, algo que debería estar totalmente desterrado del lenguaje político. Cuando se habla desde la ignorancia, se presume que los oyentes también lo son, que esperan los infundios, insultos y mentiras como agua de mayo. Y algo debe hacer de verdad, porque cada vez son más los ciudadanos que rezuman rencor sin saber por qué ni hacia que.

Convertir el debate político en una pocilga es la estrategia elegida por la derecha hispana para llegar al poder desde que Aznar se hizo con la jefatura

El exabrupto de un día, la mala baba ocasional, el desprecio y la inquina se deberían tolerar en muy pequeñas dosis porque terminan envenenando las relaciones sociales. Es absolutamente inisible cuando es parte de una estrategia a largo plazo, cuando la victoria electoral se fía al barullo, al jaleo, al insulto, a la descalificación y al tremendismo. Se puede y se debe combatir la acción de un gobierno determinado siempre que se ofrezcan alternativas y se contrapongan a lo existente, sin embargo, cuando no se ofrece nada, cuando sólo se predica odio sin un momento de sosiego, se termina creando hastío en la población, un hastío que suele desembocar con la llegada al poder de los mismos que lo han provocado, fiados los ciudadanos en la mengua del griterío y el regreso a la normalidad del silencio sepulcral. Convertir el debate político en una pocilga es la estrategia elegida por la derecha hispana para llegar al poder desde que Aznar se hizo con la jefatura.

Ante tal situación insoportable no queda más remedio que volver a Machado, a Don Antonio, y recordar como un axioma aquel pensamiento suyo: “Haced política, porque si no la hacéis, alguien la hará por vosotros y probablemente contra vosotros”.

La inagotable fábrica de odio