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La información es el conjunto de datos que permite a una persona adquirir conocimiento sobre un asunto. Y, ese conocimiento, es el que posibilita actuar en uno u otro sentido sobre el tal asunto. Es evidente que se puede actuar sin ningún conocimiento, pero, aunque no se lo crean, no es lo normal. Lo habitual es que actuemos bajo algún criterio formado a partir de los datos con los que contamos. Por eso es tan importante la información. Esto, lo sabe cualquiera, por poca información que tenga.
Sobre todo, lo saben los expertos, que son los encargados de transmitir, empaquetándola, la información que se transmite a las personas para inducir a que estas terminen actuando en uno u otro sentido. Preferentemente en el que interese a esos expertos y, sobre todo, a quienes les han encargado de esa tarea.
En política, esta indiferenciación entre información y desinformación es ciertamente tóxica
Una brevísima historia del tema nos diría que la cosa empezó, según Noah Harari, hace 35.000 años, día más, día menos, con la invención del "mito" por el sapiens. Esa información, transmitida entonces por medios eminentemente rudimentarios, sirvió para que el sapiens actuara socialmente mediante protocolos, procedimientos y reglas compartidas, aunque entonces no hubieran clasificado, todavía, esas formas de actuar ni las llamaran así.
Un subconjunto de esas reglas, aunque fundamentalísimo durante muchos siglos (y en partes muy importantes del mundo, todavía hoy) se llama “religión” y comprende tanto información sobre el más allá como, especialmente, sobre el más acá. Su influencia ha sido tan importante que llegó a ser definida como "el opio del pueblo".
El descubrimiento de la ciencia, en general, de la experiencia, como fuente de información para la gente, parecía que iba a alumbrar a la humanidad para siempre
Eso lo dijo Karl Marx ya bien entrado el siglo XIX y mucho después de que la religión hubiera empezado a competir en información con la ciencia, cosa que empezó a ocurrir en el llamado siglo de las luces.
El descubrimiento de la ciencia, en general, de la experiencia, como fuente de información para la gente, parecía que iba a alumbrar a la humanidad para siempre y, desde luego, lo ha hecho durante más de dos siglos con unos resultados, en términos de avances materiales, nunca antes conocidos.
Pero, esas luces, en principio claramente perceptibles atravesando la oscuridad de la ignorancia, fueron aumentando tanto en cantidad como en intensidad. Las primeras eran emitidas por auténticos especialistas, conocedores de lo que hacían y, posiblemente, imbuidos de la verdad. En definitiva, gente que añadía valores morales a lo que transmitían. Pero, la cantidad de emisores de luz, o sea, de información, empezó a aumentar en forma directamente proporcional a las facilidades técnicas para hacerlo e inversamente proporcional a las barreras morales que impedían su mal uso. Eso, se hizo, con toda clase de emisores, y no solo con el “boca a boca”. A los medios escritos, siguió la radio, a esta, la televisión y, a esta última, Internet. En mala hora. Con Internet, como si se tratara de “bombas racimo”, explotaron las redes sociales. La cantidad de luces, ahora, es tal, que se hace muy difícil distinguir unas de otras.
La cantidad de emisores de luz, o sea, de información, empezó a aumentar en forma directamente proporcional a las facilidades técnicas para hacerlo e inversamente proporcional a las barreras morales que impedían su mal uso
Eso, por el lado de la emisión. En el lado de la recepción, la cosa es tan compleja como el propio ser humano. Están desde las personas que necesitan comprobar cada información que reciben, hasta aquellas que se tragan cualquier cosa venga de donde venga, pasando por las que solo se fían de algunos medios, otras que seleccionan de acuerdo con la información previa que ya tienen o las que solo quieren oír lo que les gusta.
Sabido esto por los expertos y, sobre todo, las proporciones de unos y de otros en el conjunto, lo que se hace en comunicación es seleccionar la información, para dirigirla a grupos concretos. Es lo que se llama "diferenciar el producto para segmentar el mercado". En términos muy simples, se puede dividir la información en dos grandes grupos: la que se puede contrastar con los hechos mediante evidencias y la que no. Y, el problema es que, para mucha gente, resulta difícil distinguir una de otra, máxime cuando la información recibida suena bien y satisface las expectativas de quien va a recibirla por estar ya preparada por otras dosis de parecida información recibida previamente.
Con Internet, como si se tratara de “bombas racimo”, explotaron las redes sociales. La cantidad de luces, ahora, es tal, que se hace muy difícil distinguir unas de otras
Últimamente se ha definido este segundo grupo, la que se emite desde, exclusivamente, procesos creativos de la mente y no por experiencias reales, empíricas, como “desinformación”. El segundo problema, después del de la propia existencia de dicha información, es que está siendo aceptada por mucha gente, generalmente adicta a este tipo de cosas. En cualquier momento esta desinformación se podría definir como “el nuevo opio del pueblo”, con la dificultad que tiene regular, en un mundo de libertades, el agente transmisor de ese tráfico de contaminantes ideológicos, las redes sociales. Ya se intentó con el campo y se comprobó la dificultad que tiene ponerle puertas.
En política, esta indiferenciación entre información y desinformación es ciertamente tóxica ya que, unida a que la democracia no selecciona a quien debe votar según cual sea la información de que dispone, permite conformar el criterio general del electorado con opiniones tan absurdas como falsas con el mismo valor que las “de verdad”.
Por eso, al final, gana Trump.