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Hace unos días debatían en la radio una cuestión de palpitante actualidad. En un primer momento pensé que se estaban quedando conmigo, que era una inocentada trasnochada, luego que no estaba mal hablar de cosas estúpidas cuando la mayoría de los debates giran en torno a cuestiones en extremo dolorosas. Hablaban los cuatro tertulianos de la necesidad de limitar el consumo de alcohol en los aeropuertos y en los aviones porque algunos viajeros tienen después un comportamiento indecoroso y molestan a los demás durante el vuelo. Muchas veces he sentido la necesidad de escribir algo sobre aeropuertos, aviones, abusos y maltrato, pero jamás se me habría ocurrido reflexionar sobre el número de cervezas en vaso de plástico o bote que puede consumir una persona antes y durante el viaje, entre otras cosas porque de momento no son los pasajeros quienes conducen el aparato volador. Empero, esa discusión nada acalorada me hizo pensar en dos cosas que son una misma, ¿hay gente tan sin problemas que tiene tiempo para crear problemas donde no los hay? ¿De verdad que lo peor que pasa en un aeropuerto es que alguien tome un trago, no que te desnuden, que te metan mano en los controles, que te traten como una puta mierda, que te cobren por la maleta de mano, por el número de asiento, por entrar antes o que te cambien el vuelo a voluntad empresarial? Aunque no lo parezca, son formas de banalizar el mal. Mientras no moleste, en las largas esperas de los aeropuertos uno debería poder tomar lo que le viniese en gana, sin embargo, el mal está en lo que todos hemos dado por normalizado, en ese maltrato degradante que recibes desde que pones tus pies en el recinto aeroportuario hasta que lo abandonas en la ciudad de destino. Poniendo como escusa una pretendida seguridad colectiva, se humilla a millones de personas, se les priva de sus derechos más elementales y se demuestra sin ningún tipo de complejos que el viajero es un sujeto al que no protege ninguna ley, ninguna constitución, desde el momento en que se pone bajo el tutelaje de una compañía aérea.
Dice Donald Trump que si Hamás no libera a los rehenes israelitas desatará un infierno sobre Gaza. ¿Sí? Acaso no vive en este planeta, no está al corriente de los miles y miles de millones que su país ha regalado a Israel para perpetrar uno de los genocidios más terribles de las últimas décadas contra una población indefensa y pobre. ¿Qué piensa hacer más, tirar bombas atómicas, gas mostaza, napalm, castrar a los supervivientes, exterminarlos? Se sigue hablando de Estados Unidos como país de la libertad y la democracia, sin embargo, desde su fundación sólo dos partidos pueden acceder al poder, dos partidos que en dos siglos han sido incapaces de crear un sistema de seguridad social para todos los ciudadanos, de abolir el derecho a tener arsenales de armas en casa, de crear una policía que trate de igual modo a negros, hispanos y blancos, de implantar un sistema fiscal que contribuya a disminuir la abismal diferencia entre ricos y pobres, de dejar de utilizar la guerra como instrumento principal para acrecentar su riqueza y su hegemonía mundial. Nos hablan de Trump, del fuego que vendrá con él, del nuevo orden que será el mayor de los desórdenes y la negación de todas las libertades en nombre de la libertad de unos pocos, pero el actual presidente, como antes Obama y otros demócratas consintieron Guantánamo, la tortura, el asesinato y el robo a escala planetaria, la ley del más fuerte como única ley. Ahora, lo que vendrá con el monstruo y sus amigos cibernéticos ya sabemos que es, primero porque ya lo vivimos, porque está en los libros de Historia que nadie lee ni nadie difunde por los medios y redes, porque en vez de conocer a Harold Pinter, a Bertolt Brecht, a Bordieu o a Hobsbawm nos llenan las calles de luces de Navidad como si el mundo fuese un inmenso puticlub al que acudimos todos deseando encontrar a Peter Pan para darnos de bruces con Bisbal, porque los niños del Silicon Valley se educaron en la moral spengleriana según la cual sólo los capaces de adaptarse a un medio inaceptable tienen derecho a vivir derrochando, eso sí, acudiendo puntualmente a mercadillos y actos benéficos donde dejar limosnas para los menesterosos y así, sin más, tener asegurado un lugar en la vida eterna en la que ninguno de ellos cree.
El mal no está en Donald Trump ni en los fascistas que se harán con el poder mundial en breve tiempo, el mal está en quienes han propiciado mediante el silencio, el mensaje subliminar o la propaganda descarada que lo peor de cada casa, de cada país, que la gente con menos escrúpulos del planeta vaya a ser la encargada de organizarlo en los años venideros. Las cosas no surgen porque sí, un país no se levanta una mañana y se siente fascista, hay descontentos, agravios, exclusiones que van dejando fuera del sistema a un número progresivamente mayor de personas que ya no creen en sindicatos, partidos, ni organizaciones vecinales. No confían en nada porque el sistema se ha olvidado de ellos, sí, pero sobre todo porque desde Reagan y Thatcher, que provocaron la mayor debacle social de la segunda mitad de siglo XX, llevan diciéndonos a todos que el Estado Social es el enemigo, el responsable de todos nuestros males, que todos seríamos mucho más felices si Warren Buffett, Elon Musk, Jeff Bezos y Juan Roig se encargasen de dirigir el mundo, porque ellos sí que saben como hacer las cosas. Van más de cuarenta años de adoctrinamiento neoliberal global, de ensalzamiento de los villanos acaparadores, de los desalmados y ahora, cuando hemos renunciado a nuestra intimidad, cuando hemos vendido nuestra alma al celular donde reside nuestra felicidad, cuando saben dónde vamos, qué hacemos y qué pensamos, nos encontramos desnudos, dispuestos a que nos duerman con cualquier cuento siempre que no nos haga pensar demasiado, un cuento muy simple en el que se habla de unos hombres muy inteligentes, muy audaces y filantrópicos que están dispuestos a sustituir al Estado del Bienestar por sus consejos de istración, que ya no habrá más funcionarios, que a partir de este momento sólo obedeceremos a la voz que sale del celular, que día y noche velará por nosotros, nuestro dinero y nuestro segmento de ocio, dentro de una verdadera economía circular en la que todos los ingresos de quienes viven del sudor de su frente irán a parar a los dueños de las redes en las que hemos caído por voluntad propia y con el mayor entusiasmo, selfi a selfi, bulo a bulo, meme a meme. ¿Libertad para qué si puedes ver cine mierda americano sin moverte del sofá, contemplar genocidios en directo entre risotadas, si está a tu alcance la superbowl como si fueses uno de Minessota, si puedes comer alitas BBK marcando un numerito en el móvil y todo sin salir de casa, sin saber siquiera quien es tu vecino, si sufre, pasa hambre o está muriéndose? Fuera, en el mundo de los otros, arda Troya, desháganse los hielos, venga el diluvio.
El mal existe, siempre ha existido, pero desde el siglo de las Luces aprendimos a distinguirlo y a intentar deshacernos de él. Hoy está en nuestras casas y vive en cada uno de nosotros, cómplices silenciosos o bullangueros de un tiempo que nunca debió volver. Es lo que sucede cuando se llevan décadas banalizando la barbarie y ocultando a quienes la combaten.