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Estaba escribiendo un artículo y lo he aplazado, porque la actualidad internacional es insoportable en su injusticia y atrocidad. Catorce mil bebés en riesgo de morir de hambre, catorce mil hijos a los que una madre como yo y un padre como el de mi hijo, si ellos mismos siguen vivos, verán morir en sus brazos sin posibilidad de remediarlo. No por mala fortuna, no por accidente, no por una sobrevenida epidemia, ni una sequía que haya arrasado el país, no porque el agua fuera de cauce haya inundado su mundo y la ayuda internacional no pueda llegar a tiempo. No. Es porque un grupo terrorista decidió atacar a ciudadanos de un país y este, en una fingida represalia defensiva, aprovecha para exterminar a una población a la que sistemáticamente echa de sus casas y sus tierras, aisla del mundo en una franja que es una cárcel al aire libre, y somete al hambre y la falta de asistencia sanitaria, como herramienta de represión y muerte. Dicen los especialistas que los desplazamientos forzados de población, la negación de ayuda humanitaria y el ataque sistemático a civiles es genocidio. La legalidad no es irrelevante, pero ahora mismo la prioridad es no dejar morir, no matar. Es éticamente un genocidio, diga lo que diga la ley.
Todo es chirriante en este escenario de guerra que no es tal, porque no hay dos países en conflicto. La pretensión de ocupación por designio divino de los sionistas es igual de delirante que la violencia constante y la vulneración de derechos humanos de lugares como Afganistán; si no somos hipócritas, estaremos de acuerdo en que nuestra política internacional, en el ámbito de lo que nos concierne como nación y en el ámbito de lo que concierne a la Unión Europea, transige de facto con las dos, pero se rasga las vestiduras con la segunda, mientras mantiene acuerdos económicos y critica con la boca pequeña a la primera.
Desde la antigüedad seguimos con un patrón de convivencia y de enfrentamiento en el que vemos honor donde solo hay miseria humana
Me deja anonadada, además, esa especie de “poder civilizador” de las reglas del derecho internacional en escenarios de guerra, que tan alegremente asumimos y que hemos normalizado: se bombardean, se invaden, se disparan, se mutilan, se violan, se denigran, se desangran… Si después hay tiempo para la cirugía y los vendajes, hay orden, como si un hospital de campaña pudiera suturar la pérdida, el dolor, el trauma de por vida, las noches aterrorizadas, la ansiedad de la alerta permanente que inunda de cortisol el cuerpo, desgastándonos tempranamente, mientras nos deja incapacitados para las relaciones personales sanas de por vida. Fantasmas emocionales con la vida y el cuerpo rotos. Desde la antigüedad, seguimos con un patrón de convivencia y de enfrentamiento en el que vemos honor donde solo hay miseria humana; no hay dignidad en el dolor y la muerte: se es digna o digno a pesar del dolor y la muerte, que no es lo mismo.
Palestina, ese lugar que la comunidad internacional no reconoce por miedo, interés y complacencia, a partes iguales; Ucrania, reconocida legalmente, pero desamparada por el miedo a Rusia; el filo de la guerra entre Pakistán y la India; Sudán, Myanmar; la lista tiene fin, pero la enumeración es vergonzante.
Cuando yo era adolescente, los cascos azules de Naciones Unidas llegaron a lo que ya nunca más sería Yugoslavia. Somos más cobardes que entonces, o tal vez los bebés palestinos tienen la piel más oscura. Hay mucho racismo en nuestras decisiones, aunque no queramos verlo. También nos limitan otros prejuicios. En el judaísmo tradicional, la discapacidad, entendida en este caso como defecto, es herencia del pecado de los antepasados; el obispo Reig Pla, católico –eso dice él, supongo, pero qué vergüenza sentimos muchos cristianos ante hombres como él; los combatimos, no nos crean de brazos cruzados-, se ha pronunciado de la misma manera; y, creyentes en algo trascendente o no, aparcamos en plazas reservadas, nos quejamos de las “cuotas” de empleo, invadimos los pasos de cebra, nos sentamos en asientos con pegatina en el transporte público, y yo soy la primera que olvida usar texto alternativo en muchas ocasiones. Las mujeres seguimos sufriendo diferentes grados de discriminación según cuántas opresiones nos atraviesen: género, sexo, maternidad o su ausencia, racialización, pobreza, sexualidad, religión, etc. Y seguimos teniendo un problema de distribución de la riqueza, amparado en la desactivación de la lucha de clases, el el espejismo de la desaparición del colonialismo, el menoscabo de la educación y sanidad públicas, y la ausencia de medidas que regulen suficientemente el a la vivienda.
Somos Palestina oprimida y somos Israel opresor. No es algo que ocurra lejos y sobre lo que no tengamos responsabilidad
Con esto, lo que quiero decir es que somos Palestina oprimida y somos Israel opresor; que no es algo que ocurra lejos y sobre lo que no tengamos responsabilidad; que toda miseria humana debería sobrecogernos y llevarnos a la acción; que la lentitud de las naciones europeas -hablo de Europa porque somos Europa- y de la comunidad que formamos, de la unión que pretendemos, de los valores con los que se nos llena la boca pero no el corazón, llena Gaza de muertos, muchos de ellos recién nacidos, igual que llena mares y costas de cadáveres.
Si tuviera que decir hoy cuál creo que es el zeitgeist de nuestro tiempo, me costaría elegir entre nuestra humanidad -hemos logrado cosas en positivo, es cierto- y nuestro cinismo y cobardía, porque una sola vida en juego, de esta manera, es una derrota como especie.
Preparando material para clase con una entrevista a Arsuaga, el paleontólogo, le oía decir que lo que nos diferencia del resto de animales es la conciencia de nosotros mismos, nuestra capacidad para el pensamiento simbólico, y que la finalidad de nuestra vida debería ser el aprecio de la belleza, no de forma individual, sino colectiva. Hoy me parece que fracasamos en ambas, porque no se puede construir un yo completo sin el reconocimiento del tú como igual y porque para apreciar la belleza de forma colectiva hace falta paz.