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Haber convertido la democracia en una carrera electoral es el desagüe por el que se esfuma todo aquello que hace de la implicación de los ciudadanos en sus asuntos una quimera. Los acontecimientos políticos en el contexto de prueba deportiva con un ganador y un perdedor convierten al ciudadano en espectador, un fan que sigue a minuto y resultado lo que ocurre. La fortaleza democrática convertida en la banalidad del hooligan, la resistencia de lo moral debilitada por la veleidad perenne de los resultados.
Las caras ceñudas y los rictus de incredulidad revelan que lo que le está pasando al mundo democrático es que su base es muy endeble, se deshace como un azucarillo ante las embestidas de sus enemigos y opositores. La frustración que provoca ver cómo el andamiaje levantado por la democracia para sostener el modelo social se derrumba, se acentúa por la incredulidad al ver con cuánta facilidad desaparece el imperio de la ley y su ordenación nacional e internacional. Agencias para el desarrollo y ayuda a los necesitados caen en USA y animan a su cierre o limitación de funciones en otras partes del mundo. Reclamar en comunicados por redes sociales o manu militari la anexión de territorios y el expolio de recursos vecinos se convierte en una actividad de poco o ningún riesgo. Alterar la historia para contar una versión tergiversada desemboca en la obsolescencia del entramado legal del derecho como dorsal de las buenas relaciones entre individuos y colectividades. Desarraigar a personas de sus ubicaciones y desposeerles de su rol de ciudadanos es la antesala de las prácticas genocidas. Utilizar mentiras puntuales como aceleradores de intereses espurios es el cataclismo orwelliano de predicción de que la mentira es la verdad.
Y todo esto está ocurriendo en las narices de los ciudadanos que habían decidido optar por un sistema político basado en la representación y respeto de todo tipo de ideas siempre y cuando se atuviesen a la verdad, se promocionase la solidaridad y se mantuviesen en pie códigos morales cuya quiebra tendría enfrente el sistema legal y sus tribunales. Y no parece que, de momento, haya una respuesta que los hostigadores de la democracia teman, siquiera vayan a tener en cuenta. Ellos creen que la arquitectura democrática ha dibujado un mapa de irrealidades y de ficciones que se mantiene por pura alucinación, que es una arquitectura efímera y que no resistiría el empuje de la convicción de la raza y de la sangre. Creen que el globalismo es la última ocurrencia de esas odiadas elites cultivadas que creen haber alcanzado una nueva cota de la civilidad con su idearios de hermandad universal, que en su opinión no son sino provincianos mimados (Sloterdijk).
¿Cómo es posible que ante señales tan inequívocas de peligro inminente para la democracia, ésta apenas haya generado mecanismos de defensa?
Concepciones tan opuestas generan modelos de acción política diferentes de cuyo éxito y fracaso la historia dará cuenta en el futuro, pero lo que aquí nos trae es la reflexión de la debilidad de los sistemas democráticos para oponerse a sus depredadores ¿Cómo es posible que ante señales tan inequívocas de peligro inminente para la democracia, ésta apenas haya generado mecanismos de defensa? ¿A qué se debe que tratar de mantener facilidades para la acción parlamentaria convierta las instituciones de la representación en altavoces para sus defenestradores? ¿Quién es responsable de disponer de sistemas judiciales viciados por el sesgo del género del sexo y la pertenencia a clase? ¿Por qué la academia se inhibe de sus responsabilidades en la denuncia de lo no cierto, lo no demostrado y lo abiertamente falso? Las fundaciones en defensa de la palabra, de las Raes a las lingüísticas y de semántica mantienen un paradójico silencio, ¿no es responsabilidad suya defender la palabra cierta y combatir el uso perverso de las mismas?
Pero la verdad y la moralidad, el sustrato de la democracia, no se defiende solo desde las tribunas, también acerando las instituciones que a lo largo del tiempo han ido estructurando el sistema sobre el que se sostienen las propias democracias. ¿Cómo es posible que organizaciones de ayuda, asistencia y vigilancia con solera y años de ejercicio fructífero estén desapareciendo o ya lo hayan hecho en lugares tan diversos como Washington, Ancara o Valencia? Solo hay una explicación: esas instituciones tienen una apariencia de solvencia que se difumina al observarlas de cerca, por dentro. Los valores y las virtudes de la acción democrática se han quedado a las puertas de cientos de organizaciones erigidas para su defensa, no han penetrado en sus funcionamiento interno, no han generado más democracia. Por eso es tan fácil prescindir de ellas. Nombrar a un africano para presidir la Organización Mundial de la Salud o a una mujer para dirigir el Banco Mundial no convierte a estas organizaciones en más abiertas, plurales e inclusivas. Democratizar las instituciones para hacerlas fuertes y resistentes es la forma de blindar la Democracia.
Todo lo que no sea fortalecer la vida social a través de procesos que lleven de abajo arriba la ética y los procedimientos democráticos en cualquier situación degenera en tacticismo electoral, fichajes de invierno, una insoportable levedad.