TRIBUNA

Carlos Mazón: el arte de no estar

Su trayectoria no sugiere una vocación política real, sino una carrera construida sobre inercias, apoyos internos y la ausencia de competencia fuerte.

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Carlos Mazón representa ese tipo de político cuyo perfil parece esculpido más por el cálculo comunicativo —mal ejecutado, por cierto— que por la solidez de sus ideas. Detrás de su sonrisa rígida y un trato que finge cercanía, asoma una preocupante combinación de desinterés, escasa empatía y una inseguridad que ni el protocolo ni los asesores consiguen disimular.

No es un político que afronte, explique o asuma. Es, más bien, quien se escurre con un «muchas gracias» prefabricado y un escape con prisas cuando las preguntas le incomodan. No se trata solo de una estrategia para evitar el desgaste sino mas bien es un reflejo de fondo, una huida casi instintiva ante el más mínimo asomo de presión. Mazón no lidia con las crisis, las elude.

Su presencia institucional no encarna un modelo de liderazgo, sino una advertencia: la del político que ha hecho del vacío su única forma de presencia

Su comportamiento durante la DANA fue elocuente. Mientras el agua anegaba hogares y colapsaba carreteras, su figura permanecía ausente, desorientada, desconectada. No hubo presencia real ni liderazgo tangible, sino únicamente gestos mecánicos, apariciones de compromiso y declaraciones vacías, como si la catástrofe no fuera más que otro escenario para interpretar su papel de presidente sin convicción.

Esa reiterada ausencia no es solo física, también simbólica. Se reproduce en ruedas de prensa, en la gestión diaria, en cada momento en el que se le exige posicionamiento, decisión o empatía. Mazón parece moverse guiado por un narcisismo defensivo: necesita protegerse de la crítica, del error, de cualquier señal de vulnerabilidad. Y lo hace aferrándose a una imagen frágilmente construida de eficacia, cordialidad y control. Pero basta con una pregunta incómoda para que esa imagen se derrumbe.

Detrás de su sonrisa rígida y un trato que finge cercanía, asoma una preocupante combinación de desinterés, escasa empatía y una inseguridad que ni el protocolo ni los asesores consiguen disimular

Su escenografía —la sonrisa ensayada, la cortesía robótica, la corrección impostada— no disimula la falta de fondo. Hay en él una fragilidad evidente, una superficialidad que lo deja expuesto en cuanto el guion no alcanza. Más que un político con proyecto, Mazón parece alguien que ha aprendido a simular serlo, sin comprender lo que implica realmente liderar, representar o decidir.

Allí donde otros pueden resultar fríos o calculadores, él aparece directamente deshabitado. No transmite liderazgo, ni visión, ni siquiera pasión por lo que hace. Se percibe miedo a no estar a la altura, una necesidad de protección constante frente a cualquier riesgo de exposición. Y así se refugia en gestos huecos, en silencios incómodos, en excusas decorosas.

Su trayectoria no sugiere una vocación política real, sino una carrera construida sobre inercias, apoyos internos y la ausencia de competencia fuerte. Su presencia institucional no encarna un modelo de liderazgo, sino una advertencia: la del político que ha hecho del vacío su única forma de presencia. Y cuando el contexto exige algo más que gestos —cuando el agua sube, cuando las cámaras se apagan, cuando la realidad irrumpe—, la debilidad de fondo ya no puede ocultarse más. Porque en los momentos decisivos, las sonrisas no bastan. Y Carlos Mazón, simplemente, no está.