
Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna
Antonio Lázaro |
He aprovechado estas semanas de general homenaje póstumo al singular director para revivir, para refrescar aquellos títulos suyos que más me siguen apeteciendo. Básicamente, las tres temporadas de Twin Peaks, Carretera perdida e Inland Empire. Descubriendo cosas nuevas, comprobando su vigencia, disfrutando del insólito poeta de la imagen que consiguió injertar el surrealismo en el cine y la TV norteamericanos.
Creo que descubrí Erasehead en aquellos Imagfic que traían a Madrid en los años 80 maravillosos retazos de Sitges, Avoriaz u Oporto. Me generó atracción y rechazo, como otras rarezas que he visto (Repulsión de Polanski, por ejemplo). Y la siguiente que vi fue, en una sala de arte y ensayo de Niza, El hombre elefante. Voy a contar las circunstancias y el entorno, por su insolitez y porque, ahora que lo pienso, podría haber servido de arranque a una trama muy lyncheana. Del Lynch que a mí más me interesa: el de los últimos escalones de su filmografía, tan breve como dilatada e intensa. Es la única vez en mi vida que he dormido, por una extraño azar (en el que, por cierto, no creo) en una suite presidencial de un gran hotel internacional.
Yo volaba por Air Afrique desde Accra a Madrid, con trasbordo en Niza. El avión llegó con retardo y la compañía tenía que hacerse cargo de la noche de hotel. Se celebraba el Gran Premio de Montecarlo de F1 y no quedaba ni una sola plaza hotelera en toda la ciudad. Me preguntaron si no me importaría ocupar una de las suites más lujosas del lujoso Hotel Plaza. Naturalmente, contesté que no, procurando no atragantarme demasiado ni mostrar excesiva ansiedad con el monosílabo. Entre copas de champán y toda clase de obsequios y detalles, me cansó no poder compartir tanto lujo. Y decidí salir de aquella jaula de oro, dedicando la noche a la película que estaba encumbrando a Lynch.
Su cine es crónica del último cuarto del siglo XX y de, casi, el primero del XX. Lynch es todo un género en sí mismo
Creo que he seguido toda su trayectoria, siempre con expectación y iración. Siempre quedando, en mayor o menor medida, sorprendido, con la sensación de estar viviendo una experiencia imprevisible y honda. Terciopelo azul, Corazón salvaje, incluso la tan cuestionada (por él mismo) Dune, me transmitían la emoción de ser receptor de un poeta, gran poeta, infiltrado en el corazón de la maquinaria de los sueños, en Hollywood. Algo que, de otro modo, solo he percibido en medida análoga con Luis Buñuel.
Cada título de su filmografía destaca por su singularidad pero todos coinciden en la reelaboración de unos temas, casi obsesiones, recurrentes: la belleza amenazada, las realidades que acechan al otro lado del espejo, los velos (más bien pesados cortinajes púrpura) que ocultan lo que realmente sucede, los laberintos del mal, los fatídicos vuelcos de fortuna. Y siendo atemporales sus temas, Lynch, como de otro modo a veces también Stephen King, propone un relato generacional o, mejor, transgeneracional, de modo que su cine es crónica del último cuarto del siglo XX y de, casi, el primero del XX. Lynch es todo un género en sí mismo.
El cine de Lynch reelabora el dilema entre lo que aparece y lo que es, lo que realmente está gestándose y sucede
Con Twin Peaks fundó la serie de televisión, que hoy ha conseguido ser la fórmula audiovisual preferida. Comunidad pequeña, conflicto grande. Una prosperidad tediosa alterada por un cadáver devuelto por el lago. El de la joven más irada y querida, musa de belleza y de sociedad. Laura Palmer, que, tras el impacto mundial de la serie, pasó a convertirse en un icono de las postrimerías del siglo XX. La investigación va desvelando pasadizos, telas de araña, hilos ocultos que dibujan un escenario de secretos, de dobles vidas, de trampillas y comunicaciones que conectan la superficie puritana con un subsuelo nefando, inconfesable, criminal. El cine de Lynch reelabora el dilema entre lo que aparece y lo que es, lo que realmente está gestándose y sucede. Ese sutil corredor, siempre tapizado de rojos cortinajes, que conecta el templo con la orgía satánica.
Parece ser que, inicialmente, Lynch y su guionista Mark Frost se plantearon hacer una serie sobre la misteriosa muerte de Marilyn Monroe, pero desistieron. Y se inspiraron en un sonado crimen de comienzos del siglo XX en la América profunda: el de una bella joven, Hazel Dew, que apareció muerta en un lago, en su caso con el rostro hinchado y desfigurado y el cráneo machacado. Como en Twin Peaks, el elenco de sospechosos era amplio: de un solitario marginal merodeador a un ricachón, en cuyo sótano próximo se hacían orgías. Se escribió que la joven había sido hipnotizada y violada antes de quitarle la vida.

¿Quién mató a Laura Palmer? Los autores no deseaban contestar a la pregunta, remitiendo a algo genérico y comunitario, brutalmente concreto y real aunque abstracto. Pero la audiencia se estancaba y el público casi exigía la respuesta. Así que la hubo, pero con trampa. Por supuesto, había sido alguien muy próximo a Laura pero abducido por otro personaje maléfico, poderoso y oscuro. Bob, el Mal, el diablo: algo o alguien dotado de diferentes avatares y denominaciones. Hasta muy avanzada la segunda serie, a través de una revelación que hace la propia Laura en sueños al agente Cooper, no conocimos la respuesta.
Respuesta marcada: Bob reaparece en todo tiempo y lugar. Siempre hay un Bob activo y al acecho.
Poco después de Twin Peaks, que arrasó en abierto en la entonces incipiente Tele 5, aparecieron en España otros cadáveres de jóvenes, torturadas y mutiladas. Sobre ellas circularon imágenes atroces: manos amputadas, pechos arrancados, balazos en el cráneo. A las pocas semanas, los cuerpos ya aparecían descompuestos, y había trasvasado el true crime de la prensa escrita a radio y tv en torno a las sombras y lagunas que ofrecía un relato de fugas improbables, de pequeños delincuentes magnificados a superhéroes del mal, de unas adolescentes que subieron al coche equivocado la noche equivocada.
Pero la pregunta tenía difícil respuesta: ¿Quién mató a Laura Palmer? De algún modo, lo que sucediera en un pequeño pueblo apartado de América tendría resonancia planetaria. La magia de Lynch, injertada en la creciente globalización televisiva, enganchó en todas latitudes y a toda clase de públicos. La llorada muerte trágica de una joven modélica en una pequeña comunidad apuntaba a un mal sistémico, a un sistema enfermo, en el que algo no cuadraba (virtudes públicas, vicios privados); alguna clase de desajuste moral hacía tambalear la realidad disneyana de parque temático y centro comercial que parecía imponerse. Un crimen de ficción, equivalente a otros muchos reales de la crónica negra, que se sumaban a otros síntomas: guerra del Golfo, radicalización yihadista, pedofilia criminal, nuevas formas de esclavitud, hambre y enfermedades. Un fin de siglo que abocaba al nuevo con su rebrote y proliferación de guerras de religión o tribales que retrotraen al XIX e, incluso, a lo más sombrío del Medievo. Y en ello andamos un cuarto de siglo después, con el eco, cada vez más real y próximo, de bélicos tambores que creímos limitados a la ficción o geográficamente alejados.
Un outsider de Hollywood como Lynch ha explorado más a fondo que nadie los entresijos de la Meca del cine, ofreciéndonos la oportunidad de entrar con su cámara al otro lado del espejo de los grandes estudios y rodajes
Curiosamente, un outsider de Hollywood como Lynch ha explorado más a fondo que nadie los entresijos de la Meca del cine, ofreciéndonos la oportunidad de entrar con su cámara al otro lado del espejo de los grandes estudios y rodajes. Con Mullholland drive, Carretera perdida y el para mí, su gran testamento, Inland Empire (la llamada “trilogía de L.A.”). Puede que la película más emblemática y desveladora sobre Hollywood, una conexión sutil pero directa con Sunset Boulevard de Billy Wilder. Pero no solo Wilder, y poco no es, se recrea en Inland: están también Welles y Shakespeare y Hitchcock…

Carretera perdida (1997), Por el lado oscuro del camino en Iberoamérica, es un film sobre la paranoia, el acoso, los desdoblamientos y la suplantación, que prefigura desde el entrañable VHS los innumerables rasgos y riesgos de la tecnología metastatizada de tres décadas más tarde. Un músico de jazz es grabado dentro y fuera de su casa. Y asesinando a un tipo. Sentenciado a muerte, otro hombre aparece en su celda, suplantándolo. La fiesta, el Hombre Blanco, el Hotel Lost Highway, son ya piezas indelebles del museo Lynch. Más allá de la lógica, el sueño y la emoción. Belleza y oscuridad.
Mullholland Drive (2001), titulada en la América hispana El camino de los sueños o Sueños, misterios y secretos, lleva al límite la propuesta de Carretera. Neo-noir, iba a ser el piloto de una nueva serie. Los contables con rango de ejecutivo en Hollywood la rechazaron. Lynch cambió el final y nos legó una de sus obras maestras. Tres historias cruzadas que se enredan y desvelan: una aspirante a estrella del cine, una mujer que perdió la memoria, un cineasta acosado por la mafia. Lynch la describió como “una historia de amor en la ciudad de los sueños”. Galardonada en Cannes 2001, nominada a Oscar al mejor director, siempre con excelsa y oscura partitura de Badalamenti, lanzó al estrellato a la gran Naomi Watts, bella y muy completa actriz. Quisiéramos poder regresar estremecidos al Club Silencio. Merecidamente designada mejor película de la década.
¿Ha sido Lynch un subproducto de Hollywood, una rareza, una anomalía? ¿O más bien, por el contrario, una excelencia, un destilado de calidad, una genial infiltración: algo equivalente al espejo de Alicia en la Inglaterra victoriana?
Como en un set de muñecas rusas, no es baladí la leyenda profética eslava y el film maldito sobre el que se asienta el rodaje de Inland Empire, ínsula verdadera, film sin género que integra a tantos otros (noir, fantástico, romance), la película nos sumerge de nuevo en una pesadilla de desdoblamiento, abducciones, amables amenazas letales. Ese lado moralista que aparece en la poética lyncheana recuerda las sombrías consecuencias de los malos actos. Un teatro de bulevar puede abocar a la consulta del psiquiatra. El mal y el bien se comunican por angostos pasadizos imprevistos. Laura Dern, un rostro de rafaelesco equilibrio, desciende del Tabor apolíneo de su villa blindada de certezas y nos sumerge en la vileza, la mugre, el hedor de la calle, del sexo mercenario y de las drogas. Esa doble imagen, ese descenso ad ínferos, ofrece una imagen bastante veraz de lo que llevamos transcurrido de siglo. Lynch logra transmitir uno de los rostros de este desconcertante y complicado periodo. Un rostro bifaz, contrapuesto: la serenidad frente al tormento, el miedo y la amenaza.
Por demandas del público e imposiciones de producción, el desvelamiento de Bob como autor del crimen de Laura Palmer, dejó abiertos todos los interrogantes. Bob, encarnado en su padre, fue el autor de ese cadáver exquisito envuelto en plástico. Pero Bob, voraz espíritu del mal, sigue suelto y actuando. Miles de cadáveres anónimos en todas las latitudes testimonian su paso y su presencia.
¿Ha sido Lynch un subproducto de Hollywood, una rareza, una anomalía? ¿O más bien, por el contrario, una excelencia, un destilado de calidad, una genial infiltración: algo equivalente al espejo de Alicia en la Inglaterra victoriana? Al proponer un género propio y autónomo, aunque fusionando otros preexistentes, su relevo o transmisión no se percibe de momento, al menos con claridad. Ojalá se produzca. ¿Quién iba a pensar que Buñuel y el surrealismo cinematográfico se iban a reencarnar en los estudios Churubusco de México?
Entre pesadillas, alucinaciones y negras acechanzas, Lynch, practicante de la meditación trascendental, trató también de aportar alguna luz a nuestro atribulado mundo: expandir la conciencia, descubrir nuestra propia grandeza, explorar la felicidad interior. Y para brillar, cada quién en su campo, propuso algo solo sencillo en apariencia: recuperar la alegría de hacer.
No es precisamente poco.