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miércoles. 04.06.2025
TEATRO

Mihura, el último comediógrafo. La comedia como salvavidas

Un homenaje a un sentimental enamorado de la comedia, un bohemio irreductible que fue un adelantado del teatro del absurdo.
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Carlos Valades | @carlosvalades

La vida es una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar, dice Forrest Gump. La vida entendida así, como un carrusel de sorpresas una detrás de otra, es imprevisible. Tanto como esta rara avis de la escena actual. Por lo inusual de la función, por la madurez del joven autor Adrián Perea que con 28 años ha rescatado a uno de los dramaturgos españoles del siglo pasado y por la apuesta por la comedia como acto de resistencia, en tiempos pretéritos y actuales.

La obra nos acerca a la figura de Miguel Mihura, dramaturgo y periodista español. Con 27 años escribe Tres sombreros de copa que no estrenará hasta el año 1952. La guerra le pilla en el bando nacional. Funda la revista de humor falangista La metralleta, orientada a los soldados franquistas y que fue precursora de la mítica revista La codorniz, donde también trabajó. Se codeó con Edgar Neville, Jardiel Poncela y Tono, además de colaborar en el guion de Bienvenido Mr.Marshall.

La función comienza con un Rulo Pardo metido en la piel de Mihura. El actor reproduce la ostensible cojera del dramaturgo causada por una tuberculosis. Rulo, como Mihura, va desgranando sus comienzos en el mundo del espectáculo y lo hace de una manera en la que intuimos la personalidad del autor, una extraña mezcla entre huraño y entrañable. David Castillo interpreta a Mihura en su etapa de juventud. Ataviado con un elegante traje de época y máquina de escribir en ristre, nos irá contando las etapas tempranas del escritor madrileño. Un magnífico Kevin de la Rosa es Alady, un artista que regenta una compañía de varietés. Kevin nos ofrece un polivalente recital de interpretación cómica: canta, baila y divierte. Alady contrata a Mihura para que escriba los textos de la compañía y se lo lleva de gira por España junto a las girls, las exóticas bailarinas que trabajan para el empresario. Allí conocerá a Julia, una bailarina de Santander, interpretada por Paloma Córdoba, tan dulce que el joven Mihura acabará perdidamente enamorado de ella. Julia bien pudiera ser la Paula de Tres sombreros de copa, una premisa en la que Perea se basa para construir la función. Al final todas las obras de teatro hablan en mayor o menor medida de las vidas de quienes las escribieron, dejando su huella de manera más o menos clara en el texto. Esther Isla aborda con soltura diferentes papeles: la bailarina germana de la compañía, la prometida gallega de Mihura o Sherezade, la criada de la sobrina del dramaturgo. Isla cambia de registro con una facilidad pasmosa. Quizás Esperanza Elipe sea la intérprete femenina con más vis cómica, sobre todo cuando encarna a la familiar y beneficiaria de los derechos de autor de Miguel Mihura, repartiendo mandobles a rodabrazo, primero contra la SGAE, y luego contra el Teatro de la Zarzuela debido al desafortunado montaje que hicieron de Tres sombreros de copa. Cierra el elenco Álvaro Siankope como un trasunto de Adrián Perea. El actor interpreta al propio autor en las escenas finales en un ejercicio de autoficción y metateatralidad. Tal vez sobre la inclusión de estas escenas en el montaje, alargándose de manera innecesaria.

Beatriz Jaén dirige a todo el elenco de manera brillante, apreciándose influencias de Berlanga, por la dificultad que tiene manejar esa cantidad de actores y actrices juntos en las mismas escenas y que todo tenga equilibrio y sentido. Además, la función nunca decae, impulsada por la música de charlestón que acompaña el ritmo frenético de la función. Cabe mencionar el espacio escénico creado por Pablo Menor Palomo, recreando por un lado las bambalinas de un teatro de variedades y por el otro las cortinas que nos dejan entrever el montaje que hizo la compañía de Teatro Universitario en el año 52 de Tres sombreros de copa. Ese montaje estaba protagonizado por históricos de la interpretación española como Juanjo Menéndez, Agustín González o Fernando Guillén.

En definitiva, un homenaje a un sentimental enamorado de la comedia, un bohemio irreductible que fue un adelantado del teatro del absurdo. Un montaje que destila humor y de donde se sale con una sonrisa que sirve temporalmente de escudo protector ante la aspereza del mundo. ¿Se puede pedir más?

Mihura, el último comediógrafo. La comedia como salvavidas