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Celín Cebrián | @Celn4
Siempre resulta difícil hacer una selección de un reducido número de películas que intuimos que van a ser de nuestro agrado, con una propuesta tan sugerente y atractiva como la que tenemos hoy en día a nivel mundial. Aún así, guiándonos por nuestros gustos personales, algo de criterio y por una puesta en escena singular, seguro que seremos capaces de encontrar unos cuantos filmes entre todos aquellos que se han hecho un hueco en las carteleras y en nuestros gustos y preferencias.
Las seis películas que he elegido para este reportaje, son: The Brutalist, El jockey, Parthenope, Perfect days, Tardes de soledad y La isla del maíz.
THE BRUTALIST
Esta monumental sinfonía comienza cuando László Tóth, un arquitecto de la escuela Bauhaus y superviviente de los campos de concentración nazi, interpretado de manera magistral por Adrien Brody, que hace el papel de su vida, llega a Estados Unidos. Filmada en VistaVision (70 mm.) y con una duración de 215 minutos, la película ha sido dirigida por Brady Corbet, un actor de 36 años metido a director que ha creado una película del futuro con técnicas del pasado, ya que la película pesa unos 136 kilos. Pero cualquiera que esté familiarizado con sus trabajos anteriores (La infancia de un líder, Vos Lux), rápidamente reconocerá sus propuestas formales, unas credenciales que aparecen en seguida por esa fascinación que tiene el autor por las relaciones que se dan entre algunos traumas y la cultura. Y es aquí, llegados a este punto de inflexión, cuando el director se pone serio, también fetichista, y comienza a contarnos la vida privada del protagonista sin poder ignorar la forma en la que los seres humanos hemos ido moldeando el mundo al movernos por él, sin que en ningún instante podamos separarnos de la historia, del mismo modo que un artista no se puede separar de su obra, como sucede en este filme, cuya parte del metraje se centra en un edificio y en el hormigón, la materia prima.

La película es un poema extenso, con un elevado estilo, que canta las hazañas de su héroe: László Tóth. Una epopeya arrolladora, de principio a fin, hasta que llegan los créditos finales. El protagonista es un arquitecto húngaro, judío, que huye de Europa para construir una nueva vida en Estados Unidos, una visión del mundo que cambia cuando conoce a un rico hombre de negocios llamado Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce). Una historia con una cinematografía impresionante, donde cada parte está perfectamente articulada a las otras, y una banda sonora que le añade grandeza, si cabe. La película es un acontecimiento como pocas películas lo son en la actualidad. Se nota muchísimo cuando un cineasta aprecia lo que hace y ama el oficio.
La película nos habla del sueño americano. Adrien Brody le entrega su alma a László. Felicita Jones es Erzsébet, la mujer de este arquitecto, muy creíble en cada secuencia, y Pearce hace que en muchos momentos se nos erice la piel, porque a lo largo de la cinta hay una representación perfecta de la avaricia y de la condición humana, de la perversidad, y de la soberbia. Momentos intensos, fascinantes, perturbadores…También tiernos e íntimos…, y con un guion impresionante, todo hay que decirlo. Estamos ante una de las mejores películas del año y ante una obra maestra.
Corbet, su director, que escribió el guion junto con Mona Fastvold, una directora noruega conocida por sus películas dramáticas, nos demuestra claramente que no hacen falta los flashback, ya que se pueden decir muchas cosas a través de los actores y más si ese actor es Adrien Brody…, un actor que puede hacer un drama con los ojos cerrados, como ya hizo en El pianista, y que maneja con maestría el acento húngaro, además de saber mantener las emociones a la hora de interpretar a este arquitecto amable, algo loco y obsesionado con algunas ideas.
The Brutalist es una película sobre el dolor: la pérdida de la patria, la familia y de uno mismo. El dolor nos hace más humanos y mejores personas. El filme, ayudado por la música de Daniel Blumberg, comienza con una obertura para, después, pasar a una secuencia en la que una mujer está siendo interrogada en una habitación y, a continuación, la cámara pasa a la oscuridad de la bodega de un barco. László es despertado por otro pasajero desaliñado. Suben a cubierta y ambos se abrazan al ver la Estatua de la Libertad. Coge el autobús de Filadelfia. Al llegar, se instala en el almacén de la tienda de muebles que tiene su primo Attila (Alessandro Nivola), que se ha casado con una shiksa (término yidi, sobre todo en polaco, utilizado por los judíos norteamericanos para referirse a una chica que no es judía), una empleada doméstica, llamada Audrey, que ha cambiado su nombre por el de Miller. Mientras László duerme en el almacén y hace cola para recibir la comida, monta unos decorados de oficina, ofreciendo a su primo la posibilidad de que tenga una clientela más exclusiva. Uno de estos nuevos clientes será un rico, pálido y adulador, que busca sorprender a su padre industrial, Harrison Lee Van Buren (Pearce), con una biblioteca personal renovada. Una cosa lleva a la otra y Harrison le ofrece al arquitecto diseñar un edificio monumental, un centro cultural, en homenaje a su difunta madre. Mientras tanto, László sigue añorando a su esposa, que permanece todavía en el extranjero esperando solucionar unos cuantos trámites burocráticos.
La película está llena de detalles culturales, referencias históricas, imágenes de archivo, transmisiones de radio…, entre los que se encuentra la creación del estado de Israel, momento en el que la familia hace sonar las cucharas en los cuencos de la sopa, además de subrayar la gloria de la industria siderúrgica en Pensilvania o de los peligros de la adicción a la heroína. László se hizo adicto en la época de los cincuenta en los clubes de jazz que frecuentaba. Pero, hemos de decir que, en esta primera parte, hay algunas cosas algo confusas y que el director, en vez de entrar en ellas, las evita a toda costa. Por el contrario, la segunda parte es más explícita, sobre todo a la hora de abordar el presente, donde vemos una exhibición descomunal de los dos actores principales, ya sea Brody o Pearce, ambos espléndidos, porque nadie es capaz de arquear el rostro como lo suele hacer Adrien Brody o apretar la mandíbula de tal manera que tengamos la sensación de que su gesto se vuelve cada vez más amargo.
La película es fascinante de principio a fin , pero, al estar dividida en dos partes, se nota cómo en la primera parte el director domina con más facilidad la historia y, en la segunda, le cuesta avanzar: ya sea porque hay puntos de la trama que chocan entre sí…, porque las secuencias son más largas…, o quizás porque esa segunda parte abarca los 30 años de la vida de László en Estados Unidos y no es fácil sumergirse en la existencia humana, en la pasión de cada una de las relaciones…, o penetrar en el estado de ánimo de un inmigrante que juega su baza dejándose llevar por el sueño americano. Y no digamos si nos referimos al magnate, un personaje que apesta a falso, mientras vamos viendo cómo se complica la relación entre ambos, y esas pinceladas sobre las diferentes clases sociales, o sobre la angustia… En definitiva, The brutalist es cine lleno de ideas y de propuestas, expuestas con intensidad y pasión.
TARDES DE SOLEDAD
Es un polémico documental en torno a la tauromaquia que aborda los temas mentales y espirituales que el torero experimenta en el ruedo a través de las figuras de Roca Rey y Pablo Aguado. Entre otras cosas, aborda la parte estética del toreo en toda su complejidad. Albert Serra, su director, lo hace con la expresividad a la que nos tiene acostumbrados y con un refinamiento estético y conceptual únicos. Todo un reto estético para descubrirnos esa belleza efímera que tiene la tauromaquia en el momento en que el toro y el torero se encuentran frente a frente en el ruedo. Preguntas a través del retrato de dos jóvenes toreros, su pasión, ese ritual codificado, casi sagrado, y los momentos previos a la lidia, llenos de una intensa complejidad psicológica. Albert Serra, su director, asegura que “aunque no hiciera películas, yo representaría más el cine español que muchos de los cineastas que dicen representarlo. Ellos son españoles, pero no hacen cine. He hecho un documental sobre un tema por el que muchos de mis fans me van a odiar. Pero hay que hacerlo, alguien tiene que hacer el trabajo sucio” En un momento de la entrevista, suelta una de esas frases para enmarcar: "El traje de luces crea una gran fascinación visual”.

Decía Domingo Ortega que “el arte nace de la relación entre el riesgo y la estética”. Suenan clarines y timbales, y viene ese paseíllo dieciochesco, ese mundo mágico y controvertido del que hablaron desde Quevedo a Lorca, la vieja disputa entre la moralidad y la mística. Sangre y arena. Y comienza esa experiencia emocional que hay que interpretar sin quedarse en los límites, porque se va a la plaza a ver la muerte rodeada de belleza y donde nos encontramos a un individuo a solas con su pasado y con el toro, ambos a un palmo, entre la fascinación y la mitología, en dos horas de arte y vanguardia, de simbolismo, de dramatismo…, de tantas cosas. Son esos momentos en los que un rayo de emoción y memoria se cruza por delante de nuestra mirada y entonces vemos a un muchacho desnudo toreando a la luz de la luna. Temple y quietud. Andrés Roca Rey o Juan Belmonte…No importa. El sol y la sombra. Las dos Españas. Y el llanto, como escribió el poeta al torero de la generación del 27. Y el resplandor de las luces que vuelven a iluminar la herejía para que veamos con toda claridad a un hombre sentado en un soneto y a un toro leyendo sus labios, abriendo de pronto las puertas del cielo de par y dibujando esa imagen eterna que nunca olvidaremos.
Tardes de soledad ha conseguido que se recuperase el misterio y la excitación en el festival de Donostia, rompiendo todas las barreras. Ha sido el evento del certamen, sobre todo en un año en el que se ha eliminado el Premio Nacional de Tauromaquia. Albert Serra ha salido por la puerta grande con su oda a la tauromaquia en la que invirtió cinco años, algo que agiganta a un director que siempre trae bajo el brazo una propuesta diferente, ese cine de autor que es parte del misterio que lo representa, que lo define, y sabiendo que es uno de los pocos cineastas que se atreve a poner la cámara cerca, muy cerca, y que es capaz de mantenerla decididamente ahí a pesar de las voces que se oirán en su contra. Todo porque podamos ver caer una lágrima en la arena…
Oti Rodríguez Marchante ha dicho que "Albert Serra da una lección magistral de acercamiento y de seguimiento al que es hoy la mayor figura del toreo, Andrés Roca Rey. La película es de una pulcritud magnífica”. Albert Serra: "Al artista se le mide en la forma, no en la bondad del mensaje".
EL JOCKEY
Una sola frase sería más que suficiente para definir esta película argentina: “Para sanar hay que morir y volver a nacer”. La cinta es capaz de tirar a algunos espectadores de la silla de montar. Es una coproducción Argentina-México-España-Dinamarca-Estados Unidos, y ha sido seleccionada para representar a Argentina en los premios Oscar y en los Goya. La película también se presentó a concurso en la Sección Oficial del Festival de Venecia y ganó el Premio Horizontes Latinos del Festival de Cine de San Sebastián.

Remo Manfredini (Nahuel Pérez) es una leyenda del turf (hípica/carreras de caballos), pero su conducta excéntrica y autodestructiva comienza a eclipsar su trabajo. Abril (Úrsula Corberó), jocketa y pareja de Remo, espera un hijo suyo y debe decidir entre continuar con su embarazo o seguir corriendo. Ambos corren caballos para Sirena (Daniel Giménez Cacho), un empresario obsesionado con el jockey. Un día Remo sufre un accidente. Desaparece del hospital y deambula sin identidad por las calles de la ciudad. Sirena lo quiere vivo o muerto, mientras Abril intenta encontrarlo antes de que sea demasiado tarde.
Hay quienes han querido ver en esta película cosas de David Lynch. Otros han pensado en la estética de Almodóvar o de Wes Anderson. También hay quienes han querido ver en ella partes de la inolvidable Holy Motors (2012) del francés Leo Carax. Yo creo que lo realmente y de verdad hay en esta película es mucho de su director, Luis Ortega, sobre todo del Ortega de la primera etapa, de aquél cineasta más radical y poético, que aquí nos entrega un trabajo visualmente exuberante, con aciertos notables, repleta de gags estrafalarios y reforzada por la extraña, y a la vez conmovedora, presencia de su protagonista. Una pieza audiovisual libre y abierta, llena de amor, para aquellos que quieran dejarse abducir por ese cine alejado del cine comercial. Regresa aquel director que se fue a la ciudad de Colón a rodar Los santos sucios, y que es el autor de El Ángel o de Historia de un clan.
El jockey es una búsqueda bastante peculiar del ser perdido y destruido a causa de las adicciones. Para explicar esto Luis Ortega hace una propuesta formal y, en cada una de las secuencias, plantea una atmósfera inquietante entre las que discurre el desconcierto, ya que apenas conocemos a los personajes, sus intenciones y circunstancias…, algo que crea una situación de extrañeza y actúa en detrimento del argumento. Al verla, podemos descubrir que la película no tiene un guion definitivo y que se rueda un poco sobre la marcha, asumiendo todos los riesgos que supone esa decisión. Lo que queda claro es que en ella hay una mezcla de géneros: drama, romance, humor absurdo, suspense… A nivel estético, en ciertas ocasiones, nos recuerda a Aki Kaurismäki, por la variedad cromática, por los extraños escenarios en los que se mueven los personajes…, entre los que destaca Nahuel Pérez Biscayart en el papel de un jockey que no se cuida y que, a mitad de la película, cambia de registro interpretativo y demuestra que es un gran actor.
La historia nos plantea una pregunta: ¿Perderse es una forma de encontrarse? La película es un deambular constante por la vida o por el precipicio, algo que la hace atractiva, seductora, onírica…, además de absurda. Una película bellísima a pesar de detenerse en personajes marginales, calificada por unos como un milagro y, por otros, como una bomba. Un filme que nos puede desconcertar, fascinar, seducir y abrumar en partes iguales. Lo que está clarísimo es que Luis Ortega, su director, es autor que se la juega, que le gusta el riesgo, con propuestas diferentes y poco convencionales. Una película de caballos cuando la cosa realmente va por otro lado. En ella hay simbolismos, varias lecturas, mensajes y diálogos ocultos.., y sobre todo una joya de banda sonora, sobre todo la selección de canciones, de esa música retro, de Mozart a Palito Ortega, hasta que aparece esa maravillosa secuencia en la que bailan Abril y Remo. Pero tampoco debemos de olvidarnos del humor, ese humor sobrio que ya vimos en Kaurismäki, en Jim Jarmusch, Lynch… El mismo o parecido que practicaban Borges, o el escritor uruguayo Levrero, también Gombrowicz…, el novelista polaco… Hay que reír aunque sólo sepamos llorar o sufrir.
Estamos ante un director que apuesta por lo visual para expresar lo que quiere contar: la forma antes que el fondo. Tanto es así que el director, en una entrevista, entre risas, llegó a decir que ni él entendía bien del todo su película. Dijo: -“Yo no escribí la sinopsis”. Y prosiguió: -“Hubo un conflicto en eso. Yo había escrito un texto sinóptico. Y me dijeron que no era conveniente a la hora de competir en los Oscar del 2025. Eso ya lo hiciste, me dijeron. Ahora "dejá" que la película se comunique con la gente que va al cine. Yo podía hacer eso y renunciar, pero, a fin de cuentas, la gente se va a encontrar con lo que yo hice, y quizás va al cine buscando eso mismo”. Un realizador, Luis Ortega, que tiene un sentido de la estética arrollador, algo que se demuestra en el uso del color: los colores van mutando al compás de la trama, y sufren una transformación, al igual que el protagonista, a medida que avanza la historia. Una película llena de contrastes. Cuando suena “Tú llegaste cuando menos te esperaba”, de Leo Dan, ése es uno de los momentos más bellos de los que se han visto en el cine en estos últimos años.
PARTHENOPE
Con esta película, el director italiano Paolo Sorrentino escribe una carta de amor a su ciudad, Nápoles, comparándola con una exuberante y bella adolescente.
En la mitología griega, Parténope era una sirena que dio nombre a una ciudad situada en el lugar donde posteriormente se asentó la ciudad italiana de Nápoles. Sorrentino (1970) se ha basado en esta figura para crear el argumento de Parthenope, su décimo largometraje. La protagonista busca, no solo que se la conozca por su irrebatible belleza, sino también por su inteligencia.

Un pájaro con cuerpo de mujer, la sirena Parténope, según cuenta el mito, se dejó morir entre las rocas de la Sirenuse, en las aguas entre Positano y Capri, por no haber logrado seducir a Ulises con su canto. La corriente marina arrastró los restos de la virgen hasta el islote de Megaride, el mismo sobre el que se levantaría el Castel dell´Ovo. Así lo encontraron los primeros habitantes de aquel lugar, con el cabello flotando en el agua y los ojos apagados. Le dieron sepultura, le construyeron un altar y luego un pequeño templo. En ese momento nació una nueva ciudad, que tomó el nombre de la sirena y convirtió a la sirena en su protectora: Parténope, Neapolis.
Una película bella, caótica, desconcertante, sucia, melancólica… Y una oda a Nápoles, a la mujer desde el punto de vista de un hombre, con una fotografía sublime, sello Sorrentino y donde se nota que el cineasta parte de un guion muy pobre. Al ser preguntado en el Festival de Cannes por la película, dijo: -“Me siento muy cercano al personaje en algunos aspectos, por eso la protagonista es una antropóloga, un trabajo que tiene mucha afinidad con el mío”.
Estamos, pues, ante el monstruo, el pájaro antropomorfo de la epopeya homérica, la mujer-pez de los bestiarios medievales, el ser prodigioso, extraordinario, sobrenatural, seductor y terrorífico al mismo tiempo, un monstruo que se identifica con la ciudad. Un filme que comienza con el nacimiento de una niña, nacida en el mar de Posilipo y que, incluso antes de conocer a Parténope, conocemos a su hermano, a Raimondo, como lo llaman cuando llega el padrino, el Comandante, que trae como regalo un carruaje, directamente de Versalles. Ahora bien, en Nápoles el nombre Raimondo no es un nombre cualquiera ya que aún está ligado a una figura excéntrica y fascinante del pasado de esa ciudad en el siglo XVIII. Hablamos del aristócrata, el inventor, el naturalista, el masón, el hombre de las letras, el estudioso de la historia, de la filosofía, Raimondo Príncipe Sansevero, dedicado a múltiples y desordenadas investigaciones, el Príncipe, que en los últimos años de su vida se ha dedicado a la reconstrucción de la capilla familiar, adyacente a la Piazza San Domenico Maggiore. Un Príncipe elegido por Paolo Sorrentino como su deidad tutelar, al comprobar en el momento que está haciendo el examen de antropología, que el apellido de Parthenope es Di Sangro, el mismo que el de Raimondo, VII Príncipe de Sansevero.
La declaración de este vínculo tan fuerte con esa figura extraña, autoritaria, la tenemos en el primer plano de la película. La secuencia se abre en el mar, sobre el que se desliza un fabuloso carruaje del siglo XVIII, un carruaje que llega a las playas del golfo desde el agua, una secuencia que se repite, en gran medida, en la espectacular secuencia que Raimondo ofreció a sus conciudadanos el 17 de julio de 1770, puesto que el Príncipe llevaba ya un tiempo en el que planeaba cruzar el golfo a bordo de un carruaje de rocalla tirado por cuatro caballos.
El monstruo y lo monstruoso, señas de identidad del cine de Sorrentino, una película para cuestionar el significado de la belleza, que quizás no sea más que una de las dos caras de la humanidad, continuamente en diálogo, en un mutuo alimento con la parte oscura y perturbadora. Una epopeya femenina desprovista de heroísmo pero rebosante de una pasión inexorable por la libertad. Nápoles y todos los rostros del amor, todos esos amores verdaderos…, el perfecto verano en Capri, los napolitanos, mujeres y hombres, observados por la cámara de Sorrentino, amados por ella, con sus olas de melancolía… Y el paso del tiempo…, que nos ofrece un repertorio de emociones. También vemos lo que hay debajo de la piel, debajo de la máscara, debajo de la peluca, debajo de la belleza deslumbrante, debajo de las vestiduras….Mirar lo monstruoso a la cara sin asco, sin repulsa; mirar a la cara la monstruosidad del deseo, la violencia de la belleza, la resignación de la inteligencia, la oscuridad de lo humano.
PERFECT DAYS
Es una maravillosa película sobre lo cotidiano en la que parece que no pasa nada, pero suceden muchas cosas íntimas, sentidas. Una bonita oda a los placeres de la vida contada con un minimalismo evidente y un poderoso sentido visual, como nos tiene acostumbrados su director, Wim Wenders, que, en este caso que nos ocupa, fotografía muy bien Tokio, que diría “El Crítico”.

Hirayama, el protagonista, parece satisfecho con su sencilla vida de limpiador de retretes en Tokio. Fuera de su estructurada rutina diaria, disfruta de su pasión por la música y los libros. Le encantan los árboles y les hace fotos. Una serie de encuentros inesperados nos revelan algunas cosas más sobre su pasado. Vive el día empezando siempre con una sonrisa y la satisfacción de vivir.
El logro de este filme está en reivindicar el cine como un arte narrativo y, a través de su estética, transforma lo cotidiano en algo maravilloso. A Koji Yashuko, interpretando a Hirayama, le valió el Premio de Mejor Actor en el Festival de Cannes. La película es tan lenta como magnífica en la que el director alemán nos brinda una oda a la soledad, una temática especialmente relevante en una sociedad hiperconectada y agitada como la que vivimos. La banda sonora actúa como lenguaje paralelo.
La historia es el día a día de un introvertido hombre de cierta edad dedicado a limpiar los baños de Tokio. En sus ratos libres toma fotos de las sombras y de las hojas de los árboles. Quizá su trabajo sea el más desagradable de todos (la limpieza de los baños públicos) pero el protagonista lo desempeña con un cuidado máximo, no como quien cumple una obligación necesaria, sino como quien desarrolla un acto de fe, de la misma manera, con ternura y paciencia, e igual trata a su compañero, y a una sobrina que aparece en su vida con la intención de quedarse a vivir con él. La fotografía y la música dominan el tiempo libre de Hirayama, de este hombre poco hablador, que no habla no porque tenga que escapar de nada o esa coartada la utilice como un refugio, sino que no habla porque él es así, entiende la vida de esa manera, y su fervor está en las pequeñas cosas, y en encarar la vida y su modesto trabajo con ascetismo. Vive en una sencilla vivienda donde hay una lámpara, una mínima estantería, donde nada sobra, pero nada falta: su ropa, sus libros, sus cintas de casete y sus fotografías.
Perfect Days es una película sencilla en la que el actor carga su interpretación con expresivas miradas, acompañadas de silencios prolongados y de gestos sutiles, mientras la cámara de Wim Wenders lo va siguiendo sin hacer grandes alardes técnicos, dejando que las imágenes fluyan a un ritmo calmado, exprimiendo esa belleza invisible y adentrándose al mismo tiempo en un juego expresionista de luces y sombras, entre las que su director proyecta su mirada optimista..
La idea de la película surgió de The Tokio Toilet, un proyecto personal que Yanai había estado promoviendo con la cooperación de la Fundación Nippon y el distrito de Shibuya como parte de la preparación para los Juegos Olímpicos y Paralímpicos de Tokio, un proyecto que llegaría a renovar 17 baños públicos en el barrio, ya que, esos servicios, estaban asociados hasta entonces a una imagen negativa y definidos con las cuatro “k”: kitanai, kusai, kurai y kowai, es decir, sucios, malolientes, oscuros y aterradores. Todos se realizaron con diseños innovadores y la idea fundamental era, no solo mantener con el trabajo diario el buen estado los servicios, sino concienciar también a los s. A través de una carta, le presentaron la oferta a Wim Wenders. Le escribieron para pedirle que hiciera una película independiente con cierto presupuesto. El plan original era que la obra fuera una antología de cuentos. Al final, el director decidió convertir el proyecto en un largometraje en toda regla.
En él vemos cómo Hirayama se despierta a una hora determinada, se viste en un orden determinado, se pone el uniforme y se dirige a su lugar de trabajo en un automóvil ligero cargado con artículos de limpieza. Su trabajo es tan minucioso que resulta hasta cómico: pule a fondo cada rincón del inodoro. Hace una pausa a la hora del almuerzo, una comida que consume en los terrenos verdes del santuario de Yogogi Hachimangú. Después del trabajo, toma una copa y cena en la taberna del centro comercial subterráneo de la estación de Asakusa. Regresa a su apartamento, lee un libro y se queda dormido. Y así todos los días.
Pero, ¿qué más es un día perfecto? Pues es el título de una canción de Lou Reed, que murió en 2013 a los 71 años, por el Wim Wnders sentía iración. Y “Perfect Day” es una de las canciones de su segundo álbum de 1972, una hermosa y sencilla canción de amor sobre un fin de semana cualquiera que se pasa con los seres queridos. Un día perfecto.
LA ISLA DEL MAÍZ
El río Enguri forma frontera entre Georgia y la República de Abjasia. Las tensiones entre los dos países no han disminuido desde la guerra de 1992-93. Cada primavera, el río trae suelo fecundo desde el Cáucaso hasta las llanuras de Abjasia y el noroeste de Georgia, creando pequeñas islas, pequeños grupos de tierra de nadie. Las islas son refugios para la vida silvestre y en ocasiones también para el hombre. La historia comienza cuando un granjero de Abjasia pone el pie en una de esas islas y empieza a construir una cabaña para él y su nieta adolescente. Ara la tierra y siembran juntos el maíz. Con un estilo casi documental, que evoca al cine de Robert J, Flaherty, y con la belleza de sus imágenes, el cineasta georgiano George Ovashvili nos regala una obra bella, serena, limpia, realista…, muy bien filmada.

La historia va de menos a más y hay que esperar, al menos, quince minutos para poder escuchar la primera conversación. Lo que vemos hasta el momento es la lucha de un señor mayor por construir una cabaña en medio de un islote. Hay silencio, sonidos de la naturaleza, del río, de los pájaros… Tras ese arranque en tono documental, poco a poco la historia se va complicando. El abuelo aprovecha la primavera para plantar maíz, un papel interpretado por el actor turco LIiyas Salman. La presencia de su nieta por las vacaciones escolares añade un punto de deseo subterráneo a la cinta, a veces casi inapreciable, con una jovencísima Mariam Buturishvili, en su primer papel ante las cámaras. La película se llevó el Premio del Público en la Sección Zabaltegui del pasado Festival de Cine de San Sebastián. Meses antes había ganado el prestigioso Premio a la Mejor Película en el Festival de Karlovy Vary. Una película para los aficionados al cine de autor, con un final impactante, propio de una película excelente.
La película parece sencilla pero esconde bastantes cosas, porque en Corn Island se reconcilian el sentido primitivo del cine, ese en el que lo primordial no es la palabra, ni la acción, ni por supuesto los efectos especiales, con el cine mudo.
El director, George Orvashvili, que estudio cine en su país, pero también en Estados Unidos, demuestra una gran capacidad para la sobriedad y con una mínima expresividad, nos da el mayor de los contenidos. Pero, algo que nos puede parecer fácil, no lo es, ya que el rodaje tuvo sus inconvenientes. De hecho, hubo que construir un gigantesco tanque de agua que permitiera jugar con la isla en la que ocurren los hechos. El proyecto, desde su inicio hasta el final del rodaje, llevó cuatro años, lo que evidencia que no estamos ante un filme con un modesto presupuesto.
El resultado es espectacular. La historia que narra está hecha de detalles, de pequeños detalles, de gestos de los actores, de primeros planos, un filme contado con una gran economía de medios que nos recuerda al francés Luc Bresson o al finés Aki Kaurismaki. Más que cine de arte, es cine humano, lleno de emociones que no necesitan palabras. El papel fundamental lo juega el silencio, las miradas… Estamos ante una película hermosa llena de silencios melancólicos, unas imágenes que nos muestran el agua, la tierra, las plantas, el maíz…La película enamora a primera vista. Una barca rudimentaria navega por el río Enguri. En su interior se aprecia la figura de un hombre viejo que rema de pie. Es de noche, con esa luz que precede al amanecer. La niebla completa el espectáculo visual. La belleza del comienzo es decisiva porque embelesa y hace que nos quedemos prendados con lo que hay en la pantalla. Estamos ante una película diferente. Se diría que no pasa nada. Asistimos al modo en el que un viejo construye una cabaña, que remueve la tierra a golpe de pala para sembrar el maíz o que enciende una hoguera… Luego vemos cómo pesca y prepara la comida. También vemos a la nieta ante la necesidad de bañarse en el río y el pudor… Es el arte por encima del espectáculo