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Un fantasma recorre la Unión Europea: que la llegada de la istración Trump a la Casa Blanca la desproteja, que haya llegado ese momento, tan largamente temido, en el que se materialice la plena prioridad estadounidense por el espacio geopolítico indo-pacífico en detrimento del europeo, no sólo en el ámbito económico-comercial, sino fundamentalmente en el relativo a lo que suele denominarse de la seguridad y de la defensa. No es una preocupación sobrevenida de pronto, sino de larga data, como muestra el paulatino esfuerzo burocrático (que no real) por crear algo que pudiera llamarse con propiedad la “autonomía estratégica europea”. Un recorrido cuyos hitos básicos han sido el Tratado de Ámsterdam de 1997, que crea la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) y la Política Europea de Seguridad y Defensa (PESD); el Tratado de Lisboa o de la Unión Europea (TUE) de 2009, que transforma la PESD en Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD); el Fondo Europeo de Defensa de 2021; y la Brújula Estratégica de 2022.
Toda una serie de acuerdos y compromisos colectivos cuya lectura detenida evidencia que los países europeos asumen que su defensa militar corresponde a la OTAN, teledirigida por Estados Unidos, como muestra el hecho de que el máximo jefe operativo militar, el comandante supremo aliado en Europa (SACEUR), que, al mismo tiempo ostenta los cargos de comandante del Mando Aliado de Operaciones (ACO) y jefe del Cuartel General Supremo de las Potencias Aliadas en Europa (SHAPE), sea siempre un general estadounidense.
¿Puede, entonces, hablarse de autonomía estratégica europea?
Para que se pudiese, sería necesario que la Unión Europea tuviese una política de seguridad y defensa propia, autónoma, de la que carece. Una política de seguridad y defensa autónoma que no tiene por qué identificarse solamente con capacidades militares y gasto en defensa.
Es decir, lo contrario de lo que parece estar proponiendo la próximamente entrante nueva Comisión Europea, nombrando un, hasta ahora inexistente, comisario de Defensa y Espacio, que parece, en función de sus declaraciones, estar fundamentalmente preocupado por la financiación, es decir, no por el qué hay que hacer (política de defensa autónoma) sino por el cómo costear la política de defensa que a la Unión Europea le va a venir impuesta por Estados Unidos, vía OTAN, en función de sus (legítimos, sin duda) intereses.
El quid de la cuestión no es, por tanto, si hay que gastar más o menos en defensa militar, sino en política de defensa, es decir en para qué queremos esos medios y capacidades, sean militares o no.
En la OTAN está como primus inter pares Estados Unidos, rival nuclear de Rusia y principal interesado en aislarla y debilitarla
No es el mejor momento, sin duda, porque la Unión Europea se ha dejado arrastrar, y, lo que es peor, convencer, de que Rusia, con la que hoy por hoy no podemos competir militarmente, sigue siendo nuestro enemigo como en los viejos tiempos de la Guerra Fría y que, si los países del este europeo podían entrar sin problemas en la Unión Europea, por qué no en la OTAN. Porque en la OTAN está como primus inter pares Estados Unidos, rival nuclear de Rusia y principal interesado, precisamente por ello, en aislarla y debilitarla.
De modo que la Unión Europea, sus países componentes, cayó en la trampa de encabezar la intromisión en los asuntos internos de Ucrania (Revolución Naranja, 2005, Euromaidán, 2014), para que entrara en la Unión Europea como antesala para que se adhiriera a la OTAN. Y de esos polvos, vienen estos lodos. Incremento desmesurado en gasto militar (sin beneficio para sus propias Fuerzas Armadas), riesgo de verse envuelta en una conflagración nuclear, encarecimiento de su abastecimiento energético (del que se beneficia el amigo estadounidense), pérdida de mercados, empobrecimiento de todo tipo de relaciones con un importante sector del ahora conocido como Sur Global, etc.
¿Es esta la política de seguridad y defensa que le conviene a la Unión Europea?
¿Provocar a una superpotencia nuclear, que además es vecina y parte de la historia europea, como muestra su participación en sus principales hitos históricos: desde la invasión bárbara de los hunos, que al mezclarse con la Europa romanizada (a su vez heredera cultural de la civilización griega) se convirtió en goda, de donde descendemos todos los europeos, hasta todas las guerras “civiles” intraeuropeas: las guerras de religión, las napoleónicas, las de la revolución industrial, las dos llamadas mundiales, etc.?
¿Correr con los gastos de las consecuencias de esa provocación?
Más bien diría yo que la política de seguridad y defensa europea que permita una auténtica autonomía estratégica europea debería orientarse precisamente a eludir este tipo de riesgos, que evite verse comprometida en competencias de hegemonismo, en primogenituras económico-financieras y en imperialismos neocoloniales. Una política de seguridad y defensa que prescinda del viejo complejo de superioridad de haber sido, durante los últimos cuatro o cinco siglos, el artífice del mundo tal como hoy día lo conocemos.
Porque la expresión “defensa” en el mundo actual, no es sino una hipérbole de “guerra”, ya que abarca no sólo las posiciones y acciones defensivas, sino también las ofensivas, en todo el espectro actual de la palabra guerra: nuclear, convencional, subversiva, contraterrorista, de estabilización, híbrida o indirecta, como han mostrado las diferentes intervenciones OTAN en la antigua Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia, Siria o Ucrania.
La Rusia de hoy, desde el colapso de la Unión Soviética, es tan neoliberal como cualquier país europeo
La Rusia de hoy no es la de la Unión Soviética, de la que nos diferenciaba una enorme distancia en organización social. La Rusia de hoy, desde el colapso de la Unión Soviética, es tan neoliberal como cualquier país europeo y prueba de ello son las magníficas relaciones comerciales que se mantenían con ella, para beneficio de ambas partes, hasta el estallido de esta, llamémosle, crisis de Ucrania.
No se trata de aliarse o de pasar a depender para su seguridad y defensa (guerra, posible guerra) de Rusia, China o cualquier otra entidad o alianza, sino de balancear las relaciones con todas ellas con el suficiente poder militar como para que a ninguna de ellas les resultara rentable desgastarse enfrentándose con la Unión Europea por lo que podría suponerle de desgaste frente a otras superpotencias con ambiciones de hegemonismo, primogenitura económico-financiera o imperialismo neocolonial.
Una política de seguridad y defensa para alcanzar la deseada autonomía estratégica que ni puede improvisarse ni puede pretenderse alcanzar en corto tiempo, dado la dependencia en seguridad y defensa que tiene actualmente la Unión Europea de Estados Unidos y la OTAN, pero que nunca se alcanzará si en algún momento no se empiezan a poner las primeras piedras. Quizás pasar de animador a mediador en el actual conflicto ucraniano pudiera ser un primer intento de ir elaborando una política de seguridad y defensa propia que permita con el tiempo una adecuada autonomía estratégica. Y que, de paso, coadyubase a disminuir las tensiones internas que parecen estar apareciendo en el ámbito europeo entre (pretendidos) prorrusos y ¿antirrusos, temerosos del oso ruso, nostálgicos de la guerra fría?