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Durante los últimos días hemos tenido oportunidad de ver el trato que recibían de las policías norteamericana y salvadoreña los deportados por Trump. Está claro que hay una tendencia mundial a la unilateralidad, a saltarse todas las normas, a la barbarie como forma de demostrar que el hombre, el macho está de vuelta. Desconozco si los venezolanos deportados han cometido algún delito o simplemente fueron deportados porque así le pareció al presidente Patán, lo que sí queda claro a través de las imágenes es que los detenidos son tratados como si fuesen muñecos, seres sin vida, sin aliento. Policías forzudos los llevan atados de pies y manos, agachados y al galope, en una breve parada los esquilan como antes se hacía con las ovejas, y poco después los ingresan en ese campo de concentración salvadoreño construido por Bukele para las maras. No hay ningún procedimiento legal, se desobedecen sin ningún pudor las órdenes de los jueces, se hace escarnio de todos y cada uno de los derechos humanos fundamentales y se enaltece la brutalidad, la tortura y la falta absoluta de respeto a las conquistas legales de las últimas décadas: sólo el hombre dócil, el obediente, el resignando, el medroso, el que siempre asiente, el que ha renunciado a su dignidad tiene futuro en un mundo donde la arbitrariedad vuelve a ser la norma a respetar.
La Europa que comenzó a caminar con el impulso del Renacimiento y las luces de la Ilustración y apenas ha recorrido los primeros trechos de un camino infinito, tiene que dejar bien claras sus claves identitarias
Hace cuatro mil años Hammurabi escribió su célebre código penal retributivo, primera ley conocida en la que se trataba el delito de la misma forma para todos los infractores, es decir, independientemente de quien fuese el delincuente, la pena sería igual. Fue un texto duro, salvaje en un tiempo en el que la evolución del hombre andaba en pañales todavía, pero fue un paso adelante respecto a lo que había anteriormente, donde no existía regla, ni código, ni límites, sólo la voluntad del rey, del señor, del vencedor. Desde entonces, con muchos periodos de retroceso, el hombre ha intentado buscar la manera más justa y provechosa de organizarse en sociedad, analizando el origen del mal y adecuando el castigo penal a la realidad de cada tiempo, dándose con el discurrir de los años que muchas conductas consideradas otrora perniciosas dejaron de serlo y fueron encomiadas con posterioridad, que muchos condenados a penas terribles fueron después estimados como personas ejemplares, que muchos conocimientos determinados como heréticos por los custodios de la moral y el orden, se convirtieron sin tardar mucho en reglas inmutables de la ciencia y del progreso.
Madison, cuarto presidente de Estados Unidos y autor de la Carta de Derechos de aquel estado, decía que la esencia constitucional de su país se basaba en la natural desigualdad de los seres humanos que lo habitaban. Es decir, Madison a principios del siglo XIX daba por hecho que la desigualdad era algo bueno y también incurable, poniendo las bases para lo que luego sería el devenir histórico de su nación. No fue ese el planteamiento de las primeras declaraciones de derechos de Europa, aunque la declaración de Madison guarda relación evidente con la Carta Inglesa de Derechos de 1689, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 tiene un carácter mucho más abierto y universal, como si sus ilustrados redactores fuesen conscientes de que estaban dando un inmenso paso para la evolución humana: “Los Representantes del Pueblo Francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos, han resuelto exponer, en una Declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre, para que esta declaración, constantemente presente para todos los del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes; para que los actos del poder legislativo y del poder ejecutivo, al poder cotejarse en todo momento con la finalidad de cualquier institución política, sean más respetados y para que las reclamaciones de los ciudadanos, fundadas desde ahora en principios simples e indiscutibles, redunden siempre en beneficio del mantenimiento de la Constitución y de la felicidad de todos…”.
Al contrario que las enmiendas de Madison reconocidas en la Constitución americana, aquí no se garantiza ningún derecho a tener armas para defenderse ni para atacar, aquí se habla de derechos y deberes imprescindibles para impedir el abuso y garantizar que todos los seres humanos pudieran tener las mismas posibilidades para desarrollar sus vidas libres de las cadenas que los habían atenazado hasta entonces. Es cierto que una constitución, cualquiera, es una declaración de intenciones, un camino que ha de ser recorrido con el empuje de la ciudadanía y que debe abrir nuevas fronteras al pleno desarrollo en libertad de los seres humanos, pero no menos verdad es que desde aquella declaración de 1789 todas las constituciones del mundo, incluso la Declaración de Derechos del Hombre de Naciones Unidas, han bebido de ella y han querido imitar su espíritu, unas veces con mayor ambición, otras sin ninguna.
Ahora, yo me remontaría a la llegada de Reagan y Thatcher al poder, se trata de acabar con el Derecho, de sustituirlo por la arbitrariedad, por la ley del más fuerte, del abusón, del malvado, del individuo que vive al margen de la evolución humana, mucho más próximo como está a la del resto de los animales. Ni las constituciones valen nada ni tampoco las declaraciones de derechos, ni los códigos, sirve la ley del más rico, sirven sus juguetes, sus manipulaciones, sus mentiras, sus caprichos, cambiar el nombre de los golfos, apropiarse de tierras o repartirse otras, someter al desobediente, humillar y robar, esparcir el hambre y la miseria, la tristeza y la incertidumbre. Es por eso, como decíamos en otro artículo pasado, que Europa, la Europa que comenzó a caminar con el impulso del Renacimiento y las luces de la Ilustración y apenas ha recorrido los primeros trechos de un camino infinito, tiene que dejar bien claras sus claves identitarias, sí, por un lado Donatello, Cellini, Petrarca, Mirandola, Valdés, Cervantes, Shakespeare, Tolstoi, por otro la defensa absoluta de la dignidad del hombre, del derecho de todos a tener un juicio justo tras una acusación fundada, la prohibición de las ejecuciones callejeras o en patíbulos, la exaltación de los derechos humanos por encima de cualquier otra consideración, derecho a la vida, a la vivienda, al libre pensamiento, a la libre expresión, a la educación laica, a creer en el dios que apetezca, al respeto a las demás naciones, al diálogo como único instrumento válido de las relaciones internacionales, al respeto, a la nulidad de lo unilateral y a la eliminación de la guerra como forma de relación entre países y grupos de personas. Hoy más que nunca Europa debe constituirse como baluarte contra el nuevo fascismo que viene de Norteamérica, que sopla desde los Urales.