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La década de los años 30 del pasado siglo comenzó con una Europa que, liderada por el Reino Unido y por Francia, alimentó los temores y complejos de debilidad y permisividad ante el ascenso del nazismo alemán y del fascismo italiano. Un craso error que partía de un análisis territorial y geopolítico de lo que tenía un peligroso trasfondo ideológico, ultranacionalista, xenófobo e imperialista. Ambos países (especialmente Reino Unido) lo denominó “Apaciguamiento”, y teorizó la falta de valor y de visión histórica, disfrazándolos de un intento de no provocar el expansionismo imperialista de Hitler y Mussolini. Y esto que resumo no es consecuencia del Tratado de Munich -que es de 1938- como algunos están queriendo señalar para rebatir el rearme que Europa está considerando en estos momentos. Tiene que ver con una falta de visión estratégica sobre la importancia y el peligro de los fascismos, que generó cesiones anteriores a la definitiva del mencionado tratado.
Ese “apaciguamiento” (al que Churchill, por ejemplo, se oponía en Reino Unido) llevó a una permisividad altamente peligrosa, que toleró -en contra de lo dispuesto en el Tratado de Versalles- la remilitarización, en marzo de 1936, de la Renania alemana, fronteriza con Francia y Bélgica: algo que constituyó el punto inicial de permisividad con Hitler, y su envalentonamiento. Fue el primer paso en el periplo que me atrevería a llamar “de la cobardía”: como muestra, hay que señalar que las órdenes que tenían las tropas alemanas que se asentaron en Renania era que, si se producía la más mínima reacción de una intervención militar sa contraria a la maniobra, debían retirarse sin ofrecer resistencia: esto lo constató durante los procesos de Nuremberg, donde informó que ésas eran las órdenes que recibió del general Von Blomberg, ministro de Guerra y comandante en jefe de las fuerzas armadas del canciller nazi.
España se convirtió en un campo de entrenamiento de los movimientos fascistas en la futura agresión al resto de Europa
Lo mismo había ocurrido con la pusilánime reacción europea ante la invasión de Mussolini sobre Abisinia en 1935, en un claro ensayo del proceso de invasiones imperialistas para el que se preparaban los ultranacionalismos nazi-fascistas.
En ese contexto, cuando en 1936 se produce el golpe de Estado militar y reaccionario contra la legítima República Española, 27 países -aunque no se atrevieron a firmarlo en tratado alguno- reproducen sus temores, su debilidad psicológica, y el cómplice espíritu del “apaciguamento” en un Acuerdo de No-Intervención, prohibiendo la ayuda militar a cualquiera de los dos “bandos”, con un claro e ilegal menosprecio de la Soberanía española, al equiparar la legalidad democrática de la República con la ilegítima intentona de un grupo de militares sublevados, cuya ideología ultranacionalista, así como los grupos ultraderechistas que les secundaban, se alineaban con los postulados del fascismo. Y de hecho se convierte a España en un campo de entrenamiento de los movimientos fascistas para la futura agresión al resto de Europa.
Lo del Tratado de Múnich en octubre de 1938, donde se ite la invasión de la región checa de Los Sudetes por parte de la Alemania nazi, es la continuación de la anexión de Austria en marzo de 1938 y, de hecho, el claro preludio de la guerra imperialista del supremacismo nazi-fascista. Los autores y defensores de la doctrina del apaciguamiento fueron de hecho cómplices -voluntarios o no- de la derrota europea frente a la coalición nazi-fascista.
En los tiempos actuales, ante la invasión de Ucrania por parte de la Rusia imperialista de Putin, por fortuna, la reacción de Europa ha sido diferente. Se ha asumido esa agresión como un atentado a la soberanía de un país libre y europeo, y se ha reaccionado desde el primer momento considerando la agresión como un ataque a la propia Europa, movilizando la ayuda militar y humanitaria, que de hecho ha cubierto el 60% del soporte no despreciable recibido por Ucrania, y acogiendo a 7 millones de refugiados ucranianos, según el último censo del que hay constancia. Amén de acordar sanciones, embargos y restricciones al comercio con la Rusia de Putin. Desde ese punto de vista se puede afirmar que existe una conciencia y una cohesión de Europa, que afortunadamente difiere por completo del derrotismo temeroso de hace un siglo.
Existe una conciencia y una cohesión de Europa, que difiere por completo del derrotismo temeroso de hace un siglo
Además, se suma un factor que está obligando a Europa a ocuparse (aunque sea haciendo un sacrificio importante) de reforzar sus fundamentos democráticos y sociales, con la elaboración de una política de defensa y seguridad que la ayuden a consolidar su independencia. La victoria del errático Trump está exacerbando el ultranacionalismo reaccionario, xenófobo e imperialista de los Estados Unidos, y amenaza con desbaratar la Alianza Atlántica: de hecho, ya está dando pasos en ese sentido. Y -aunque con prudencia- Europa está reaccionando en asumir con firmeza una política autónoma de defensa y seguridad que la ayuden a mantener una posición internacional propia e independiente, en consonancia con el peso de su población y de su propia economía.
Esta situación (además de al debate entre los Estados miembro de cómo trazar una articulación de esa política; y muy concretamente de cómo abordar el corto plazo en relación con la guerra en Ucrania) nos lleva a dos reflexiones de calado, que necesitan una clarificación, para evitar confusiones ideológicas y medidas erróneas en relación a los propios principios que fundamentan la Unión, y en relación a la política social y solidaria, y al marcado carácter del Estado del Bienestar que caracteriza nuestra Unión.
Por un lado, podemos encontrarnos (ya hay algunas voces en nuestro país) con una aparente contradicción ante una deseable posición pacifista y multilateral. Y no cabe duda de que habrá algunos países y grupos que intentarán jugar el papel de halcones en esta partida. Por lo que debemos tener muy claro el sentido que tiene el reforzar nuestra política autónoma de defensa y seguridad. Por ejemplo: la República Española defendió con una guerra de casi tres años su soberanía democrática, y el pueblo español exigió armas y preparación militar para defender la democracia. Y Ucrania está manteniendo una guerra en defensa de su soberanía. Ambas, guerras defensivas frente a golpistas internos o invasores externos. Ambas, guerras que consideramos legítimas y obligadas.
No es de recibo que abramos un frente contrario al reforzamiento inteligente de la defensa europea, ya sea en base a posturas de izquierdia o a posiciones ultranacionalistas
Y, por desgracia, debemos prepararnos para defender nuestra soberanía frente a las ambiciones y agresiones imperialistas. Hemos comenzado criticando la cobarde política europea del ”apaciguamiento” ante los fascismos, y la no-intervención que dejó desarmada la legitimidad democrática de la República Española. Y no es de recibo que abramos ahora un frente contrario al reforzamiento inteligente de la defensa europea, ya sea en base a posturas de un supuesto izquierdismo, ya sea en base a posiciones ultranacionalistas. Nadie, desde una posición de izquierdas, osaría oponerse a la defensa armada de la República, o a que el pueblo exigiera las armas necesarias para su defensa. Igual que nadie se atrevería a negar el derecho de Ucrania a luchar y reclamar medios de defensa frente a una agresión imperialista.
Otra cosa es armarse para cumplir los dictados que Trump quiere imponer a la OTAN: algo que dista mucho del esfuerzo de autonomía y autosuficiencia que Europa tiene que hacer. Porque una cosa es no provocar, por una elemental prudencia, la muerte súbita de la OTAN, e ir forjando alianzas con países que pertenecen a ella, y que también son víctimas de las amenazas de Trump, y otra realizar ese esfuerzo de seguridad y defensa por imperativos de quien ha sido líder hegemónico de la Alianza, y que ahora se mueve a la deriva de los caprichos de un anárquico tirano ultranacionalista carente de estrategia y coherencia.
El rearme debe ser razonable, equilibrado y netamente europeo, donde cada país asuma un papel armonizado con una visión europea de conjunto
Otro elemento muy razonable del actual debate tiene que ver con el diseño y financiación de esa política de defensa y seguridad de Europa. En primer lugar, hay que alejarla del fomento de un rearme de cada país europeo, que en el fondo pondría en cuestión los principios mismos de la propia Unión Europea. Ha de ser un rearme razonable, y equilibrada y netamente europeo, donde lo adecuado es que cada país asuma -tanto tecnológicamente como en dotaciones- un papel armonizado con una visión europea de conjunto. Y por ese camino hay que llegar a la manera de financiar esa puesta en valor de la defensa y la seguridad de Europa. Debería realizarse desde un fondo único y solidario, independientemente de que en alguna medida- siempre minoritaria- los países tengan que asumir una carga de la deuda: lo mismo que se estructuró para los fondos de recuperación tras la Covid 19. Y con una gestión y un control mancomunado y solidario.
Por otra parte, la financiación de una política de defensa y seguridad de la Unión Europea que ponga en cuestión las políticas sociales conseguidas sería una contradicción, y una derrota del camino Comunitario seguido para formar una potencia cuyo distintivo es que se agrupa en torno a los principios de un Estado de Derecho y del Bienestar. Esos dos ejes fundamentales de Europa hay que preservarlos, de forma que el dinero necesario hay que sacarlo de una revisión de la política fiscal, ahondando en la proporcionalidad del esfuerzo, y en la disminución de la desigualdad que, por desgracia, en estos últimos tiempos se ha incrementado.
La financiación de una política de defensa y seguridad de la Unión Europea que ponga en cuestión las políticas sociales conseguidas sería una contradicción
Finalmente, no podemos olvidarnos de Rusia. Es cierto que la política de Putin es imperialista y agresiva. Pero Europa no debe basar su seguridad y su defensa a la contra de nadie, sino con la vocación de construir la paz. Y si lo miramos desde un punto estratégico y de largo plazo, la actual aparente alianza de Trump y Putin tienen algunos elementos que la convierten en antinatural y casi puramente coyuntural: como la propia ideología y el poder mismo de Trump.
Trump se alía con Putin, entre otras cosas porque pretende la mitad de los recursos minerales de Ucrania. Pero en el fondo es una alianza contra natura. El adversario principal de Trump es China, con quien compite por ser la primera potencia mundial. Y China y Rusia es difícil que rompan sus alianzas, que convertirán a Rusia en el principal suministrador de gas a China (48.000 millones de hectómetros cúbicos al año), para lo cual se están construyendo las infraestructuras necesarias.
Por otro lado, Rusia no deja de ser también Europa. Y si llega la paz (que sin duda terminará llegando) Europa no se puede embarcar en una nueva y contraproducente guerra fría. Los países de la Unión Europea -independientemente de que busquen una diversificación- son clientes naturales del gas ruso. Y con cifras de 2020, el 36,5% de las importaciones rusas procedían de la Unión Europea, mientras un 37,9% tenían destino en la Unión Europea. Sólo la recuperación de estos flujos de relación comercial, independientemente de otros intercambios culturales, nos obligan a pensar en un futuro tras la guerra. Sobre todo en aras del multilateralismo que la Unión Europea propugna, y tras la obstaculización de las relaciones que las políticas arancelarias y ultranacionalistas impone Trump desde los Estados Unidos.