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viernes. 23.05.2025
TRIBUNA POLÍTICA

Desconexión generacional

Cuando yo era más joven, la mayoría de los que también lo eran se declaraban apolíticos. Es un mito aquello de la España en lucha, de la dinámica creciente de enfrentamiento contra la dictadura.

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No puedo negar que otorgo a las redes sociales y a la dependencia del móvil como principal fuente de información y vida, un papel esencial en la deriva ultraderechista que recorre el mundo y amenaza con llevarlo a periodos más parecidos al cretácico que a la era de la libertad y la democracia. En los últimos años no he parado de preguntarme por qué las personas que lo están pasando mal, que son víctimas de un sistema cruel y despiadado, que apenas disfrutan de los beneficios del estado del bienestar, no optan por asociarse, por unirse y vender caros sus servicios, servicios que son esenciales para el funcionamiento de la comunidad. Unirse en defensa de los derechos no reconocidos, de los intereses comunes, del futuro de sus familias, de sus vidas. Siempre pensé que un individuo frente al mundo, frente al capitalismo no tiene opciones y que hace tiempo que están escritas las fórmulas para poner coto al abuso, la explotación y la vejación. Quizá piense en instrumentos del pasado, en soluciones que yo veo pero que quienes hoy comienzan a abrirse camino no consideran adecuadas.

Ciudadanos de todo el mundo votan libremente a los peores de cada país para que nos conduzcan al mundo que ya era cuando sólo existía el derecho de pernada

Cuando yo era más joven, la mayoría de los que también lo eran se declaraban apolíticos. Es un mito aquello de la España en lucha, de la dinámica creciente de enfrentamiento contra la dictadura. La mayoría vivía bajo el síndrome de Estocolmo, agradecidos y callados, silentes, temerosos, eso sí, de que alguien pudiera escuchar alguna inconveniencia y transmitirla a quien tenía poder. Éramos una minoría, en los pueblos casi ridícula, en las ciudades grandes algo más numerosa y en las universidades notable pero tampoco mayoritaria. Sí había un algo que se respiraba en el ambiente, un anhelo de cambio, un presentimiento de un mundo mejor que estaba por venir y un protagonismo muy grande de los hombres del Partido Comunista, gente muy grande que estaba en todos lados intentando que la dictadura se fuera al carajo lo antes posible. Ya digo que la mayoría en todos los ambientes era amorfa, aciudadana, apersona, el miedo y la morigeración frenaban cualquier iniciativa, aunque la tenacidad comunista terminaba por contagiar a una gran mayoría. Se les iraba, aunque siempre había algún fascista dispuesto a romperles la crisma, y si no llegaron a tener todavía más peso en aquellos años de la transición y la democracia, fue por ese pudor de los que pensarían los que apenas pensaban. 

Empero, todo ha cambiado. No, hoy los jóvenes y los que no lo son tanto no se asocian, piensan que partidos, sindicatos y asociaciones de vecinos son lugares para el medro, que no hay opciones colectivas para ellos y que la única salida es la individual. Para una gran mayoría importa poco lo que pueda pasar con el planeta, si los ríos llevan agua limpia o sucia, si se gasta un 5% del PIB en guerra, si la luz viene de centrales nucleares o del petróleo, si las mujeres tienen más derechos o los mismos que hace tiempo, si los homosexuales viven bajo la protección de la Constitución o bajo su yugo. No, no son sus problemas porque ya no se han creado en una sociedad de clases, porque ya no existe la clase trabajadora, porque para muchos de ellos las pensiones son dineros que se dan a los viejos a costa de su bienestar y que nunca disfrutarán, porque los derechos sociales colectivos son los responsables de que ellos vivan peor, porque los impuestos, que apenas pagan, son en buena medida responsables de su malestar. Un sector cada vez más amplio de la sociedad reniega de todo lo conseguido durante décadas de lucha trabajadora y piensa que lo mejor que puede pasar es que todo el “sistema de chiringuitos” -tal como han aprendido en redes- se vaya al carajo y no queden más que los escombros. 

Un sector cada vez más amplio de la sociedad reniega de todo lo conseguido durante décadas de lucha trabajadora y piensa que lo mejor que puede pasar es que todo el “sistema de chiringuitos” se vaya al carajo

No, ya no atrae militar en las Comisiones Obreras o el Partido Comunista, ser simpatizante de partidos de izquierda, acudir a algún tipo de asamblea donde se discutan los problemas del barrio o colaborar con Intermón o Amnistía, lo que de verdad atrae hoy es ser ultra, ideología que sólo tiene una minoría entre ellos, pero a la que se van sumando los hijos de los trabajadores de las grandes fábricas de antaño, los que no tienen modo de acceder a una vivienda, los que reciben sueldos de risa por jornadas interminables, lo que creen que en el Congreso de los Diputados no se trata de ninguna cuestión que les afecte, los que no tienen razones para cambiar el mundo porque el mundo les importa una figa. La estética que llama desde los campos de fútbol, desde los festivales de la mala canción, desde el silencio ante los genocidios, es la del bárbaro, del descreído, de quien ya no tiene esperanza más que en la de lograr un lugar en el mundo al precio que sea. 

Se debate en las Cortes sobre Ucrania y Gaza, sobre la disminución de la jornada laboral, sobre la corrupción que no cesa, la real y la inventada, sobre los coches eléctricos que cuestan cuarenta mil euros y no suponen ninguna mejora ecológica, de gastronomía a cien euros el menú, de vacaciones de verano, navidad y semana santa. Todo cuestiones ajenas, de otro planeta, que no entran en su vocabulario, que no entienden ni se explican. Entienden, eso sí, que su coche tiene dieciocho años y no puede comprar otro, que sus hijos no tienen donde caerse muertos, que hay una gente que vive muy bien y habla de esas cosas, incluso de la piscina que no se puede llenar; entienden que todos los días hay gente que llena esos restaurantes con doce platos, entienden que no les dan cita en el médico, ni en atención primaria ni en hospitalaria, entienden que su mundo, que el mundo donde vivían ya no existe y en el nuevo que amanece sin demasiado cariño no hay sitio para ellos. 

La estética que llama desde los campos de fútbol, desde los festivales de la mala canción, desde el silencio ante los genocidios, es la del bárbaro

Que se vaya todo al demonio, que venga un dictador, mano dura, la España que trabaja, que madruga, la que ha de helarte el corazón. Pasó, ya fue, no idéntico, pero parecido, en los años veinte y treinta del siglo pasado, los parados, los explotados, los pobres terminaron uniéndose a los nazis y a los fascistas que prometían un mundo de orden y firmeza con los desarrapados y malhechores. No se dieron cuenta que los peores desalmados eran sus salvadores, como hoy cuando ciudadanos de todo el mundo votan libremente a los peores de cada país para que nos conduzcan al mundo que ya era cuando sólo existía el derecho de pernada y la ley del más bestia.

Desconexión generacional