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La tremenda “semana de los aranceles”, que sin duda alguna nos ha dejado algunos momentos desoladores, ha sido también, si queremos tomarlo por el lado positivo, una muy notable y muy diversa lección en vivo de pedagogía democrática.
En primer lugar, porque los ciudadanos han podido ver, sin necesidad de que se lo cuenten, cuál es la manera de comportarse del poder absoluto, qué es lo que ocurre cuando el poder logra dejar atrás controles y contrapesos. Hemos visto a un dirigente electo actuar como un viejo monarca de la época anterior a la Ilustración, tomando decisiones en función del capricho, modificándolas, vanagloriándose de la reacción ajena. Y hemos sentido miedo. Es buena ocasión para recordar que si todo esto pasa es porque los llamados a impedirlo, los legisladores republicanos, los jueces del Supremo, han decidido adoptar la misma función decorativa que el Senado romano aceptó en los tiempos de los peores déspotas. No hay tiranos sin cómplices.
En segundo lugar, comprobar que esto puede ocurrir allí pone de manifiesto de manera inequívoca que también puede ocurrir aquí, y que los que decían que al final no sería para tanto están teniendo la ocasión de ver que sí es para tanto. La versión española de esta locura no sería mejor, si se le diera ocasión de alcanzar las palancas del mando. Como no lo serían la sa ni la alemana. Conviene no olvidarlo.
En tercer lugar, y es la luz de esperanza en esta noche oscura, la semana de los aranceles también ha demostrado que es posible frenar y detener a los apóstoles de la locura. Por más que el Gobierno de Trump intente convencernos de que sus contradictorios movimientos son una obra maestra de la negociación, es muy evidente que el aplazamiento de los aranceles durante noventa días no ha sido una decisión libre, sino forzada por el hecho evidente de que Wall Street iba a colapsar. El capital ha hecho retractarse a su apóstol. Se les puede parar.
Dicho esto, conviene no engañarse respecto al futuro. Trump volverá a intentar recuperar las riendas del control absoluto, y el resultado de las negociaciones en las que participe y los acuerdos a los que llegue no tendrán más valor que el papel mojado en que serán escritos. El occidente civilizado haría bien en aprovechar esta breve prórroga para reordenar su red de seguridad, buscando apoyos en quienes sean capaces de cumplir sus promesas. La desconfianza en la vieja potencia está más que justificada. Y será duradera.
Insisto en la palabra “civilizado”. Algunos ya veníamos diciendo que comer con cuchillo y tenedor era un requisito imprescindible para confiar a alguien el poder del Estado, y los acontecimientos nos dan la razón. Oír a un presidente de la que fue la autoproclamada primera potencia democrática del mundo decir en público que todos le estaban besando el culo debería ser una lección inolvidable para los que aún creen que las conquistas de la libertad no pueden retroceder. Miren ustedes a su alrededor. No hace falta cruzar el Atlántico para ver cerca gente que come con los dedos. Y no sólo la fruta. No se fíen de ellos.