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Tú, que traías un corazón para cada hombre de hojalata... (Elena Fernández)

Javier Jabato es un escritor que ya no está, pero existe felizmente preso en el vuelo impreso de las palabras, el mayor logro de la libertad; el mayor antídoto contra el final junto con el del amor. Natural de Estepa (Sevilla), donde el sur profundo por tradición se palpa las asaduras de la tierra y se reencuentra a sí mismo a través del emprendimiento y del trabajo constante. Murió joven, 37 años, un infarto fulminante le trajo el final. Como corresponde a los románticos rebeldes a la altura de Larra o Byron. Morirse de viejo puede resultar un privilegio paradójico que llega tarde a la eternidad. Los románticos rebeldes tienen muchos defectos -el arte también-, todos los defectos del apasionamiento, y tienen una virtud incomparable: no creen en el mundo ni en sus mecanismos, pero creen en sus criaturas, incluidas las humanas.
Sombrerito y las bestias (Didot, 2018) es su libro póstumo. Hay que aclarar, al margen de los diccionarios, que póstumo es todo aquello que ya no lo toca nada, ni un anhelo ni un recuerdo, ni una frase. De ahí que haya tantos vivos abonados a la muerte y tantos muertos de los que se ha apoderado la vida. El autor de este libro pertenece a este último grupo.
El autor disecciona con el bisturí acongojado del noventayochismo la intrahistoria brutal de la Restauración
En la obra se nos cuenta la fábula de una cría de elefante ataviada con un sombrero azul, Sombrerito, que viene de la muerte y va a la muerte sin remisión, como todos los inocentes. Y representa la lucha desigual, perpetua, de la ternura y la inocencia contra la infamia y el crimen. La parábola de un pequeño elefante al que unos señoritos desalmados al olor del dinero y por mera diversión, el aburrimiento y la crueldad organizados, empujan a librar un combate extravagante contra un toro bravo en un espectáculo con público. Y dentro de esta mascarada trágica, la masa gregaria y amorfa -plebeyos y nobles- queda desenmascarada como fuerza despiadada. En definitiva, la banalidad del mal y la historia cruel del mundo, que continúa, por mucho que intentemos disimularla con los eufemismos.
La acción transcurre durante uno de los gobiernos de Mateo Sagasta y alcanza su clímax sorprendente un 13 de febrero de 1898 en Madrid. En el relato respira el trasfondo histórico de la Restauración borbónica, cuya médula espiritual es la España noventayochista del desencanto. Javier Jabato describe quirúrgicamente aquella sociedad conducida por la apariencia y la impostura. Violenta y tediosa a la par, que se movía de la siesta al entretenimiento de las procesiones. De la misa a la taberna, con el único pulso de la vulgaridad rebozada de cerrazón. Aquella sociedad de los desfavorecidos y la miseria, de mujeres decorativas y niños hambrientos; de la hipocresía y la religiosidad teatral que heredarían las generaciones posteriores como un fantasma maldito. Aquella gente que posaba muy bien en los patios de geranios y claveles de las estampas pintorescas de los extranjeros.
La banalidad del mal y la historia cruel del mundo, que continúa, por mucho que intentemos disimularla con los eufemismos.
El autor disecciona con el bisturí acongojado del noventayochismo la intrahistoria brutal de la Restauración, y para sacar su foto literaria se queda apostado en la esquina del embrutecimiento, de las insidias y los rencores de la Historia, donde este país se ha cosido a puñaladas traperas y cainitas a la sombra de un árbol que nunca fue de la ciencia, sino de un galgo ahorcado.

Javier Jabato les saca las tripas a hechos históricos de manual, agarrados al atraso y la superstición, y hace literatura -una práctica en extinción- en algunos pasajes muy destilada y barroca en la forma. Con toques emotivos de realismo mágico y cuento clásico, de complot milagroso, y con un aliento último de naturalismo, de crudeza irrevocable. Y siempre con una prosa líricamente descarnada que transpira rabia y profecía, pero anclada en la esperanza. Las palabras más que buscar precisión léxica, ansían revelación frente al dolor y el asco de vivir en cualquier época impregnada por la ignorancia y la injusticia social (todas las épocas con matices). En este caso la España de los caciques y la legalidad bastarda, la de la inmoralidad, que se lavaba las culpas en los socorridos confesionarios. La ficción literaria permite abrir en canal los cadáveres que cierran en falso las ideologías y la propaganda. Permite retratar a esas gentes, que pueden ser las de hoy, que ya no distinguen el placer de la muerte y fijar en la memoria y en la conciencia a criaturas como Sombrerito, que no son prioridad y destino.
Hay un momento, que no decidimos nosotros, en que el corazón ya no sabe si dilatarse como la luz solar o contraerse como un haz de luna. Y en esa duda colapsa y se quiebra inocente. Es cuando deja de ser músculo obediente y se vuelve ánima irreverente que no se cabe en el cuerpo y muestra a las claras nuestra vulnerabilidad innata y las contradicciones que nos fundan, que la ciencia llama sístole y diástole. Así lo presentía y lo sentía Javier Jabato, y la literatura era la mejor forma de llevarlo. La escritura era la única resucitación posible cuando el corazón colapsa.