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sábado. 24.05.2025

El arte de la mentira política

La lectura de ciertas obras y autores clásicos enseña a entender y a interpretar el mundo actual.

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Imagen de una comisión parlamentaria en el Congreso de los Diputados.

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Nuccio Ordine, lamentablemente fallecido en el 2023, en su último ensayo “Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca” defiende la importancia de los clásicos en la educación y en la vida. A través de ejemplos, muestra cómo la lectura de ciertas obras y autores clásicos enseña a entender y a interpretar el mundo actual. Nos invita a dialogar con los clásicos.

Ordine logra convencernos de que adoptar a los clásicos como compañeros de viaje, enseñar en los colegios a amar a los clásicos, es una manera de romper el muro de la velocidad insana, de la confusión a la que nos vemos sometidos cada día, desde el momento en que encendemos el ordenador y dejamos que entre el ruido incesante de una actualidad que nos apabulla con sus mensajes contradictorios, que nos acobarda con el discurso de la resignación. Pongamos algunos ejemplos de enseñanzas de los clásicos.

Demócrito hace 2.500 nos habla ya sobre la inutilidad de lo útil: “Me río del hombre, lleno de estupidez, desprovisto de acciones rectas…que con ansias desmesuradas recorre la tierra hasta sus confines y penetra en sus inmensa cavidades, funde el oro y la plata, los acumula sin descanso y se esfuerza por poseer cada vez más para ser cada vez menos”. Estas palabras son hoy de mucha más actualidad.

Ovidio, profundo fustigador en la Metamorfosis, de la infame pasión por el poseer, afronta explícitamente la cuestión de la utilidad de lo inútil. En una carta a un amigo le dice "Por más que te esmeres en encontrar qué puedo hacer, no habrá nada más útil que estas artes (la poesía), que no tienen ninguna utilidad. Gracias a ellas, consigo olvidarme de mis desgracias (su destierro)".

Tradicionalmente se han considerado clásicos a los autores griegos y romanos. Pero, yo entiendo clásicos también a otros autores, que se tienen por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia.

Un libro encomiable es El patriota y otros ensayos del inglés Samuel Johnson, una serie de artículos escritos entre 1750 y 1760. Todos ellos son de un profundo calado humano, destacando entre ellos, uno de título impactante y provocador, La visión que el buitre tiene del hombre, motivado por las atrocidades de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), en el que pretende denunciar la crueldad humana. Nos relata que un pastor de Bohemia escuchó a una buitre adulta, que instruía a sus polluelos en las artes de la vida y les recordaba el sabor de una comida deliciosa, pues con frecuencia les ha ofrecido la carne del hombre. --Cuéntanos -dijeron los jóvenes buitres-- dónde se puede encontrar al hombre y cómo puede ser reconocido. --Los buitres-- contesta la madre --disfrutamos de su carne con frecuencia, gracias a que la naturaleza, le infundió una extraña ferocidad, que nunca he visto en ningún otro ser que se alimente sobre la tierra. A menudo ocurre que dos manadas de hombres se encuentran, estremecen la tierra con ruidos y llenan el aire de fuego. Cuando escuchéis bullicio y veáis fuego, con destellos por todas partes, acudid al lugar con el más veloz vuelo, pues sin duda los hombres estarán destruyéndose unos a otros. Encontraréis entonces el suelo teñido de sangre y cubierto de cadáveres, para conveniencia de los buitres. --Pero una vez los hombres han matado a su presa -dijeron los pupilos--, ¿por qué no se la comen? Cuando un lobo mata a una oveja, lucha para que los buitres no la toquen hasta que él haya quedado satisfecho. ¿El hombre no es otro tipo de lobo? --El hombre --dijo la madre-- es la única bestia que no devora lo que mata, y por ello es un gran benefactor para nuestra especie. --Si los hombres matan a nuestras presas y nos las dejan-dijo uno de los jóvenes-- ¿por qué esforzarnos tanto? --Porque a veces el hombre --contestó la madre-- se queda por un largo tiempo en su guarida. Cuando veáis a muchos hombres acercarse a otros tantos, como una manada de cigüeñas, concluid que están cazando y que pronto os deleitaréis con sangre humana. El relato es un buen ejemplo del comportamiento humano en la historia. La guerra ha sido algo consustancial con su naturaleza y sobre todo con la europea. Estamos ahora asistiendo la guerra en Ucrania, Gaza, Líbano, etc. Las palabras de Samuel Jhonson son de plena actualidad.

Otro autor clásico es Giovanni Papini, el cual tras la II Guerra Mundial, Papini en 1951 publicó otro libro Gog: el Libro Negro, en el que nos dice lo siguiente:

“Esta enfermedad, lo mismo que todas las enfermedades mentales, tiene un desarrollo caprichoso y cíclico: a los ataques de furor homicida de los períodos 1914-1918 y 1939-1945, suceden períodos menos violentos, pero en los que son evidentísimas y constituyen un pavoroso preludio de otros ataques furiosos, las manías de persecución, de grandezas, la manía del suicidio, de la destrucción y otras igualmente peligrosas. La humanidad tendría necesidad urgente de una cura drástica y radical, pero, ¿dónde están los psiquiatras titanes capaces de intentarla? Cuando la Tierra toda es un manicomio hasta los médicos y enfermeros se ven reducidos a ser simples espectadores impotentes o se vuelven locos igual que sus pacientes. Esta locura, colectiva e incurable, conducirá probablemente a un exterminio total o a un suicidio universal. Solamente la Divinidad podría curar y traer la salvación, pero hasta ahora Dios guarda silencio, y ese silencio de Dios es quizá la más terrible condenación de los hombres”. Ni que decir tiene que con los actuales dirigentes, como Trump, Milei, Putin, la advertencias de Papini nos deberían servir a todos de motivo para una profunda reflexión.

Hablaré hoy del libro Arte de la mentira política de Jonathan Swift y John Arbuthnot. Otros autores clásicos. Para ello me basaré en la Introducción titulada: El cabal mentir realizada  del antropólogo francés, Jean-Jacques Courtine, que ejerce la docencia en la Sorbona de París sobre la Antropología Cultural.

En 1733 en Amsterdam: se publicó, en traducción sa, con firma de un llamado Jonathan Swift, un opúsculo (obra literaria o científica de poca extensión) titulado Arte de la mentira política. Aunque el mismo Swift afirmó que el autor era un amigo suyo, el médico y autor escocés John Arbuthnot. Supone una sugerente sátira de la práctica de la mentira política, y lo llamativo es que mantiene su plena vigencia.

Este arte de la mentira o "pseudología” (trastorno mental que consiste en creer sucesos fantásticos como realmente sucedidos) política  pretende ser, en efecto, una sátira de la vieja tradición de las artes del gobierno: por fin, celebra el autor, se ha conseguido reunir los dispersos saberes del arte de la mentira política y organizarlos en un sistema riguroso y racional, merecedor de figurar en la Enciclopedia y de convertirse en un elemento indispensable en "la educación del príncipe hábil".

El texto empieza señalando las bases fisiológicas de la mentira: el alma tiene un lado plano, que le viene dado por Dios y que refleja fielmente los objetos; también tiene un lado cilíndrico, heredado del Diablo, que los deforma sistemáticamente. Satanás, como indican los Evangelios, es el padre de la mentira. La mentira política tiene, así, su localización cerebral en el lado cilíndrico. Pero esto no es lo más importante. El tratado no se ocupa tanto de los fundamentos fisiológicos o espirituales del disimulo como de sus efectos políticos. Efectos que remiten, en definitiva, a una cuestión fundamental, presente en toda la reflexión política desde la República de Platón hasta el Príncipe de Maquiavelo: ¿conviene ocultar la verdad al pueblo por su propio bien, engañarlo para salvaguardarlo? El arte de la mentira política es, en efecto, "el arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables con vistas a un buen fin".  Porque el pueblo "no tiene ningún derecho a la verdad política" como tampoco debería poseer bienes, tierras o castillos. La masa es crédula, miente, y puede ser engañada del mismo modo en que, como suele decirse, se engaña a las mujeres y a los niños. La mentira es su elemento natural, el aire que respira; así, se necesita de "más arte para convencer al pueblo de una verdad saludable que para hacerle creer en una falsedad saludable".

Que sea por tanto gobernado, por su propio bien, con la mentira: así resuelve el tratado esta cuestión. Pero de inmediato se plantea otra: ¿a quién corresponde el derecho a fabricar esas "falsedades saludables"? Monopolio de la verdad, por un lado, y comunión democrática en la mentira, por otro: apartado de la verdad, el pueblo sí tiene, en contrapartida, un derecho inalienable a la mentira activa: un "debido privilegio" a cuyo ejercicio no pretende renunciar y por el que demuestra tener un "obstinado apego". Todo el mundo miente: los ministros engañan al pueblo para gobernarlo y éste, para librarse de aquéllos, hace circular chismes calumniosos y falsos rumores. Pero consideraciones tan genéricas no podrían bastar: un arte tan necesario requiere de mayor precisión y rigor, exige que se enuncien sus normas y leyes.

Así, el texto propone una clasificación de las falsificaciones políticas, distinguiendo tres tipos: la mentira calumniosa que disminuye los méritos de un hombre público, la mentira por aumento que los infla y la mentira por traslación que los traslada de un personaje a otro. En todos estos casos debe imperar una irrenunciable regla de oro: la verosimilitud (verosímil, significa que tiene apariencia de verdadero). Nada peor que la exageración, "esa prostitución de la reputación". Decía Gracián: "Son las exageraciones prodigalidades de la estimación, y dan indicio de la cortedad del conocimiento y del gusto". Tome nota señor Tellado. El arte del engaño no se rige por los excesos y sí por un cálculo cuyas bases establece el texto: se trata de un arte sabio, del justo medio, una sutil técnica de la medida.

El engaño debe mantener su proporción frente a la verdad, ante las circunstancias y respecto a los fines pretendidos. El texto se prodiga en este punto en ejemplos y recomendaciones. Así, esas mentiras que anuncian catástrofes para aterrorizar al pueblo con un futuro sombrío e inducirle a que se contente con su triste presente: deben usarse con moderación, "no deben mostrarse al pueblo objetos terribles, no sea que le acaben resultando familiares y se acostumbre a ellos". O también, esas promesas que anuncian, para los que sepan escoger el camino debido, un futuro radiante: "no sería prudente fijar las predicciones para el corto plazo: se corre el riesgo de quedar expuesto a la vergüenza y a la turbación de verse pronto desmentido y acusado de falso". Sustraer las mentiras a cualquier posible verificación o refutación; no superar nunca los límites de lo verosímil; diversificar las "falsedades saludables": he aquí algunas de las normas esenciales de este verdadero mentir cuyo uso el autor prescribe a todo aquel que gobierne. ¿Quién puede dudar de la actualidad de estos antiguos preceptos? Evidentemente en la situación política española observamos mentiras que anuncian un más que probable cataclismo cósmico por parte de las derechas españolas. Y también desde el gobierno de coalición se nos anuncian, aunque no con tanto énfasis, un futuro luminoso en el horizonte. Ni lo uno ni lo otro.

Las enseñanzas de este Arte de la mentira política pretenden ser atemporales y universales, aunque también trata oportunamente de los méritos y defectos de los mentirosos de su época. Así, de los dos partidos que se disputan con dureza el poder en la Inglaterra de principios del siglo XVIII, ¿cuál, de entre los Whigs o los Tories, es más diestro en el arte del engaño? O, dando a la pregunta toda su actualidad: ¿mienten mejor en la derecha o en la izquierda? Difíciles preguntas. Y también difíciles respuestas. Aunque se adivinen las simpatías aristocráticas de Swift y de sus amigos por el partido Tory, el autor no se decanta: "ambos cuentan en sus filas con grandes genios", verdaderos artistas de la ilusión, príncipes del espejismo político. Sus fracasos, cuando advienen, se deben a que pretenden hacer tragar al pueblo demasiado de una sola vez, a que los anzuelos son demasiado visibles o el cordel demasiado grueso. La mentira se calcula, se sopesa, se destila, se dosifica. El texto arremete en este punto contra los periodistas, "folletinistas y gaceteros", esos burdos mentirosos, y contra "su escaso talento y su falta de ingenio para soltar mentiras". Ni que decir tiene que en nuestra España actual, observamos periodistas que encajarían con esa descripción mencionada. Y también deberían tomar buena nota determinados medios y partidos políticos  de que la mentira permanente tiene que dosificarse.

Y para aquellos que hubieren mentido en demasía o demasiado mal, mermando así su credibilidad, el tratado propone una original cura de inspiración médica: ponerse en el dique seco, iniciar una severa dieta, evitando excesos verbales, y obligarse durante tres meses a no decir más que verdades, para poder recuperar así el derecho a mentir de nuevo, con toda impunidad. Bien es cierto, se lamenta el autor, que nunca ningún partido u hombre político supo soportar semejante dieta. Tampoco en la España actual los Inda y Tellado, como paradigmas, se han sometido a esta dieta de tres meses, que les obligase a no decir más que verdades y así recuperar de nuevo el derecho a mentir.

Pero todo esto resulta aún insuficiente: para conferir a la mentira política la dignidad que le corresponde en el firmamento de las Artes, debe ser elevada a la categoría de sistema. El texto propone entonces crear una "sociedad de mentirosos" dedicada exclusivamente al engaño político. Para llevar a cabo tan ambicioso proyecto deben cumplirse determinadas condiciones: hay que poder contar, ante todo, con una masa de crédulos dispuestos a repetir, difundir, diseminar por doquier las falsas noticias que otros hayan inventado. La función transmisora de los crédulos e ingenuos resulta indispensable ya "que no hay ningún hombre que con mejor suerte suelte y propague una mentira como el que se la cree". Esta cofradía servirá también para desarrollar en su seno una práctica experimental de la mentira, debe servir para contrastar "mentiras de prueba", globos sonda que, "como una primera carga que se coloca en una pieza de artillería para probarla", permitan averiguar si dan pie al engaño. Por otro lado, conviene desconfiar como de la peste de los personajes cabales y apartar a cualquier individuo del que se tenga alguna sospecha de que puede ser sincero: "si se advierte que alguno de los de la sociedad al soltar una mentira se sonroja, pierde la compostura o falla en algo exigido debe ser excluido y declarado incapaz". Miguel Ángel Rodríguez es un claro ejemplo de sonrojarse cuando miente.  

Hacer de la mentira obligación y producir mentirosos imperturbables, que mienten mejor que respiran: la Historia conoce partidos políticos que han sabido aplicar al pie de la letra estos principios. Pero aquí nuevamente, el legítimo empeño por alcanzar una organización sistemática no debe mermar la debida moderación: precaverse contra "el celo, el exceso, el ardor vehemente por los que unos a otros acaban persuadiéndose de que lo que se desea o dice verdadero lo es efectivamente". Así, el autor acaba advirtiendo a los jefes de partido que "no se crean demasiado sus propias mentiras". La Historia nos indica que no todos suelen recordar este consejo.

¿Conserva este antiguo arte de la mentira política su pertinencia actual? Sin ninguna duda. Su evidente actualidad permite suponer que existe una gran estabilidad en los usos políticos. La mentira de hoy se parece curiosamente a la del pasado. El autor supo entrever esta permanencia de la mentira política, pero no pudo predecirlo todo e imaginarse los notables progresos habidos desde su época en el arte de la saludable falsedad. El panfleto describe en definitiva lo que no era sino una fase artesanal del disimulo: rumores, chismes, usos de ruidos falaces, un entramado pre-moderno de la calumnia.

Pasados los tiempos de Swift, la mentira política logró hacer su propia revolución industrial: con el desarrollo de la prensa escrita, en el siglo XIX, dejó atrás la fase de la oralidad, se mecanizó y alcanzó así una sistematización y una difusión que Swift y sus amigos nunca podrían haber soñado. Pero no sería todo: en el siglo XX, la mentira política entró en la era de la producción y del consumo en masa. La mentira es hoy en día electrónica, instantánea, global; la obsolescencia instantánea es una de las grandes ventajas del nuevo arte de la mentira política".

El siglo XX fue el de una nueva era de la mentira, la tecnológica. Conoció, asimismo, la invención de unas formas inéditas de la ilusión política, unas formas enormes, inimaginables. Mentiras producidas a gran escala, por unas burocracias ante las cuales la "sociedad de mentirosos" soñada por el autor del panfleto se queda en una simple tribu primitiva o, mejor, una corporación medieval: no ya una cofradía de mentirosos sino un Ministerio de la Verdad enteramente dedicado, como supo vislumbrar George Orwell, a fabricar Mentira.

El arte de la mentira política